09♔ • Marido Y Mujer

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Seth no pudo sacar a Geraldine de su cabeza en ningún momento después de la boda

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Seth no pudo sacar a Geraldine de su cabeza en ningún momento después de la boda.

Había tomado como un reto personal enamorarla, corromper por completo a esa chiquilla tonta y quitarle esos aires de indiferencia. Y vaya que lo estaba logrando. Habían consumado el matrimonio y no podía estar más feliz. Eso significaba que ya no había vuelta atrás y que, de alguna forma, ella ya había cedido.

Disfrutó la unión como ninguna otra, ser el primero y el último en la vida de ella alimentaba su ego. Pero eso jamás se lo diría, Geraldine aún se mostraba reacia ante sus caricias.

Alejó esos pensamientos y salió de su escondite para abrazarla. La había visto vagar por los alrededores y no pudo resistirse a tocar su piel de nuevo. Pero algo no estaba bien y él lo sabía. Geraldine no mostró alegría al verlo, ni le correspondió los besos. ¿Qué si estaba enojado? Por supuesto. Estaba más que seguro que su esposa la pasaba bien con él, sin embargo, su actitud orgullosa le impedía decirlo. Sabía bien que esa actitud no duraría mucho.

—Ten la carta —Dejó un beso en los labios de la joven y al instante se arrepintió.

Él no era de dar ese tipo de demostraciones de afecto, con ninguna de sus amantes lo había hecho, pero en su pecho crecía la necesidad de obtener atención de su esposa y lo frustraba no estarla consiguiendo.

—Gracias, la leeré después —Se limitó a contestar ella y pasó de largo.

—Espera, habrá un baile dentro de unos días y te presentaré formalmente como mi esposa.

—Vaya, no puedo con la emoción —contestó ella y le dio una sonrisa falsa.

Esperaba que con ese baile se diera cuenta de una vez por todas que era la señora del castillo y cambiara su actitud con él. No le servían de nada falsas promesas. Después de todo era lo único por lo que debía preocuparse, ya que el guardia que robaba las atenciones de ella se había marchado y no podía estar más feliz con eso. No tendría piedad con él si lo miraba de vuelta en el castillo.

Geraldine lo apartó y lo vio a los ojos por un segundo. Ya no percibió miedo, pero sí aburrimiento.

—Debo irme, he quedado con Fiorella para ir a dar un paseo.

Sin más, la joven salió casi corriendo.

De cierta forma le agradaba que su esposa se llevara bien con su hermana y no era como que tuviera a alguien más con quien hablar. Esa mañana Seth había desplazado a todos los guardias a los alrededores del castillo. Había dejado muy pocos, solo los necesarios en las instalaciones, con la prohibición total de entablar conversación alguna con Geraldine. Además de cambiar a todos los criados hombres a la planta baja, que sabía muy bien que su esposa no frecuentaba.

Se repetía que no lo hacía por celos ni nada parecido, era por la seguridad de ella. Con el nuevo rumbo de su relación, no podía permitir que ningún otro hombre arruinara sus planes.

—Mi señor —dijo Clent un poco cansado.

—¿Qué pasa? Sé rápido, tengo cosas que hacer.

—Ha muerto otro de los prisioneros, solo quedan dos y están muy débiles.

Seth sonrió con malicia y se dispuso a ir. Caminó solo con la compañía del viejo hasta la parte escondida del castillo, donde encerraban a los prisioneros y a las jóvenes que, en el pasado, complacían sus más oscuros deseos.

Al llegar a la celda donde se mantenía recluido el grupo que había asesinado a su padre, Seth entró y los vio con asco. Se aproximó al hombre que estaba tirado en el suelo y estampó reiteradas veces su cabeza contra la pared de piedra. Cuando estuvo satisfecho, escupió en la cabeza deforme del ahora cadáver y lo pateó.

—Vaya, parece que solo quedas tú.

En el fondo de la celda, a diferencia de los demás prisioneros que en el pasado existieron, yacía un hombre encadenado, con múltiples heridas y los ojos cerrados, fingiendo o más bien deseando estar muerto.

Seth lo conocía, sabía que ese hombre era peligroso, ¿pero qué podía hacer ahora si estaba atrapado, humillado y casi muerto?

Tomó su espada y cuando iba a ser clemente y a terminar de una vez por todas con la vida de ese miserable, uno de los guardias entró a la mazmorra y con un grito agudo dijo:

—Mi señor, su esposa está en problemas.

Y con eso bastó para que Seth olvidara al prisionero y saliera corriendo de ese deplorable lugar.

Al Caer Su Reino ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora