Capítulo 8

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Hace tiempo, cuando Amalia no era más que una niña de trece años, hubo una noche en la que conoció una parte de sí misma que jamás se hubiera imaginado tener

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Hace tiempo, cuando Amalia no era más que una niña de trece años, hubo una noche en la que conoció una parte de sí misma que jamás se hubiera imaginado tener. A sus amigas les costaba un tremendo esfuerzo que se abriese a la oportunidad de ir a una fiesta, o por lo menos a una pijamada, como aquí era el caso. Amalia había pasado mucha vergüenza al pedirles a sus padres el dichoso permiso.

No hubo más problema. Ellos aceptaron, e incluso la llevaron a su cita.

Se encontraban afuera de la casa de los Miller, en un suburbio acomodado de Palo Alto. Las casas eran mucho más grandes que la suya en Redwood City. Esto era necesario para sus padres; querían que su hija se juntase con gente de buenas maneras.

—Pasaremos mañana temprano por ti —le dijo el señor Cortes por el retrovisor.

—Que te diviertas, nena —dijo su madre, quien le acarició la mejilla con su mano enguantada.

La chica solo respondió con una sonrisa y se apeó del automóvil, muy entusiasmada.

Después de tocar, la recibió la señora Miller, una mujer muy sofisticada y con cabello a la moda. Amalia creyó, por estereotipos que había visto en la publicidad de las tiendas, que aquella sería la perfecta ama de casa, de las que van a clubes y hornean pasteles.

Y no se equivocaba.

La sala estaba repleta de premios de clubes y demás medallas, todas dispuestas para que cualquier visitante se diese cuenta de su existencia. La señora Miller, con aquellos hábitos de la sociedad extravagante, hizo esperarla en la sala y corrió a la habitación de su hija, para que esta viniese a recibirla.

Oyó desde el recibidor una discusión.

—¡Mamá, te he dicho que toques antes de entrar!

—Lo sé, Dorothy, pero ya están llegando tus amiguitas. Baja a recibir a la primera.

—Le hubieras dicho que subiera. Amalia sí sabe esperar.

—Bien, bien, ya, no te enojes...

Discutieron más, pero a un volumen más bajo.

Aunque la alcoba de Dorothy se encontraba en el tercer piso, el silencio propiciaba que las voces se escuchasen desde el primer descansillo de las escaleras, en especial si estaban fuertes. Amalia, además, se había acercado para adivinar los diálogos. Al regresar la señora Miller, la pequeña Amy ya solo fingió que le atraían los reconocimientos.

—Puedes subir, hija.

—Gracias, señora Miller.

—Háganme saber si necesitan algo.

Ella asintió.

Arriba, al fondo de un pasillo recubierto de un precioso papel tapiz, se hallaba la puerta de su amiga, entreabierta. Dorothy estaba de espaldas cuando cruzó el umbral, pero esta se giró al intuir su presencia. Tenía en las manos un disco.

Dos chicas de California ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora