Capítulo 27

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El notario Bennett entró en su despacho, donde compartía el espacio con sus colegas

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El notario Bennett entró en su despacho, donde compartía el espacio con sus colegas. Dejó el saco y la maleta sobre el escritorio de uno de ellos, como para llamar su atención. Este solo alzó la cara, esperando una buena noticia. Así solía anunciarlas.

—Necesito que investigues a alguien —dijo Bennett.

—¿Quién? —preguntó el joven, que se inclinó para ver un expediente que aquel llevaba en la mano—. ¿No es este uno de sus asociados?

—Sí, Johnny. Necesitaré que averigües más datos sobre Henry Dayton.

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La joven pareja iba por la calle, con Gina a la cabeza.

—¿Adónde vas, Gina?

—Por el transporte.

—Tendremos que irnos en autobús. Si ellos se van en la vagoneta, no habrá más nada.

—No estaba pensando en la vagoneta. —Era cierto, Gina no se dirigía ni al estacionamiento secreto del Bar Silencio ni a la central de autobuses, sino que había dado la vuelta por otra calle, una en dirección opuesta a su departamento.

Cerca de allí había una venta de automóviles usados, de estas que anuncian sus promociones con grandes rótulos y banderines de colores montados en lazos. El dependiente, un hombre de traje amarillo, se acercó a las muchachas. Gina mostró rápido interés en el coche más barato del inventario.

—Bueno, el más barato está en doscientos dólares...

—¿Acepta crédito?

—Sí, pero...

—Me lo llevo.

—Ni siquiera le he dicho qué modelo es —dijo el sujeto, con una gran sonrisa.

—Gina, detente a pensarlo. ¿Qué tal si tiene alguna falla y por ello lo da tan barato?

—¡Oh, no! Claro que no, jovencita. Le diré por qué es tan barato. Es un Ford Thunderbird descapotable del 66. Lo tengo en color azul, si le apetece. Es barato porque compite con modelos más modernos, como este que tengo acá atrás, que es de este año...

—Quiero el Ford.

—¿Pero está en buen estado? —Liberty seguía desconfiada.

—Claro que sí. El dueño anterior lo vendió por un...

—Le pagaré ahora. Tenga. —Le dio la tarjeta de crédito—. Apúrese por favor.

—Será suyo en menos de lo que canta un gallo. —De nuevo, el hombre hizo un gesto de presentador de anuncios—. Claro que necesitaré su identificación para registrar el papeleo.

Amalia sacó el documento solicitado y, antes de dárselo al vendedor, miró sus datos falsos, los que Dayton había tramitado a nivel profesional para que desempeñase su tarea como agente infiltrada. Eran válidos, sí. Una sensación muy extraña cruzó su pecho, y se la dio.

Durante la espera, a ambas las embargó la ansiedad; Free se pellizcaba el brazo y Amalia mordía sus labios. En ello, apareció una visión de lo más infortunada: la periodista creyó notar al otro lado de la calle un vehículo negro aparcado. En el asiento iba un hombre misterioso, de sombrero, que además fumaba. Podía ser cualquiera disfrutando la tarde, se dijo, pero también lucía muy sospechoso, como un vigilante.

El vendedor regresó y Ginapudo finalizar el trámite. Ahora el Ford Thunderbird estaba a su nombre. Sinmás, las jóvenes se enfilaron de vuelta a Sacramento.

Dos chicas de California ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora