Capítulo 5

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Como decía la canción: «si vas a San Francisco, asegúrate de llevar flores en la cabeza»

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Como decía la canción: «si vas a San Francisco, asegúrate de llevar flores en la cabeza». A lo largo de South Hall Road había una amplia reunión de jóvenes con vestimentas coloridas. Convivían personas de todas las razas. Algunos fumaban y otros bailaban con música de rock. La algarabía y las risas creaban un ambiente que incitaba a hablar o hacer cualquier cosa, sin represalias. Amalia notó que muchos de ellos la miraban, sonrientes. Otros cantaban sus propias canciones con guitarras acústicas. Las letras, como se había imaginado ella, eran sobre el amor, la igualdad y el fin de la guerra.

—¿Estás sola, hermana? —dijo un hombre barbado con lentes oscuros, que vestía un chaleco de cuero café, pero que iba sin camisa—. Únete a nosotros.

—¿Puedo tomarte una foto? —preguntó Amy, muerta de timidez.

—Las que quieras. —Unas chicas, vestidas con harapos psicodélicos, se acercaron también. Aquellas adornaban sus cabezas con guirnaldas—. Yo sirvo a los amantes de la belleza.

Posaron de manera pretenciosa, y Amalia les tomó unas dos o tres.

—¿Quieres acompañarnos? —preguntó una de ellas.

—No, gracias. Tengo que seguir.

—¡Paz, hermana, paz! —Todos hicieron una peculiar seña con los dedos.

Durante su caminata, la periodista recibió muchas más invitaciones. Ciertas personas comenzaron a hacer demostraciones de amor libre, sin pudor, al interior de los jardines. Además, advirtió que no era tabaco lo que consumían. Pero, aun cuando solía alterarse en entornos así, sintió una inusual plenitud.

Detrás de las copas de los árboles se asomó la punta de una torre blanca, bastante alta. Frente a esta se hallaba la reunión de su contacto, Liberty Palmer. Volvió a mirar el retrato, lo comparó con la persona que hablaba a sus seguidores y confirmó que sí era. Esperó, mientras se acercaba, ya que el coloquio parecía llegar a su fin.

Aprovechó unos minutos para llenar su carrete fotográfico.

En una de sus tantas fotografías, capturó a unos jóvenes sentados sobre el césped. Estos cargaban pancartas con las leyendas: «Fuera América de Vietnam», «el mundo libre es una mentira», «alto a la guerra», «más flores y menos armas.»

La tal Liberty gritó un par de cosas más, que tenían que ver con política, y los presentes aplaudieron y celebraron el final de la reunión. Después, los estudiantes se acercaron a ella y a sus colegas para pedirles autógrafos. Amalia pensó que sería su oportunidad para presentarse como reportera interesada en su causa.

Hicieron fila, y Amy debió esperar.

—Te admiro, Liberty... —le dijo una muchacha.

—Contigo vamos a cambiar la mentalidad de esta escuela... —le dijo otro.

Cada comentario sonó con demasiada ilusión a sus oídos, así que Amalia decidió ignorarlos y retratar, en lugar de a las protestas, a la torre que estaba frente a ella. Así se entretuvo, en tanto avanzaba la fila. La arquitectura era bellísima, tanto de la propia torre como de los edificios coloniales.

—La llamamos The Campanile —apuntó una voz dulce. Sabía quién era. Cuando bajó la cámara, se encontró con un rostro apacible que la llenó de confianza. Llamó su atención que estuviese ataviada con un vestido corto, del color del otoño y con múltiples símbolos en toda su extensión. Sus botas, que evocaban el atardecer, le llegaban hasta debajo de las rodillas. En su frente tenía atado un pañuelo. En lugar de Liberty, pensó, debió llamarse Fancy—. Es un emblema de Berkeley y de nuestra universidad. ¿Quieres unirte a nuestra causa también?

—Yo... Pensé que firmabas autógrafos.

Liberty dio una carcajada simpática.

—¡Autógrafos! —Reía todavía—. Estamos recaudando firmas para que las autoridades de la escuela consideren nuestra opinión. Pero en dado caso de que quieras el autógrafo de la gran Liberty, puedo dártelo. ¡Ja, ja, ja!

—Gracias, pero yo... Eh... Soy Georgina Thompson del Berkeley Barb.

—¡¿Una periodista?! —La pregunta llevaba demasiada ilusión—. ¡Guau! Y del Berkeley Barb.

—En efecto. Yo...

—¡Mira, Laura! Le hemos interesado a los del Berkeley Barb.

La aludida se encontraba distraída con un grupo de estudiantes.

—Bueno, no importa —dijo Liberty—. Es un gusto, señorita Thompson.

Le estrechó la mano, y, como no se le ocurrió más que decir, Amalia perpetuó el saludo de manera torpe. En cambio, la otra le siguió el juego. Ambas rieron.

—Yo... Eh... Quisiera hacerle unas preguntas, si no le molestaría. Estoy escribiendo un artículo en el que pienso hablar sobre su movimiento, el Free Speech People...

«Carajo, espero haberlo dicho bien.»

—¡Fantástico! Es lo que necesitamos ahora. De hecho, hemos batallado con obtener representación en los medios —se sinceró—. Como verás, la autoridades de la escuela han sido un tanto esquivas con nosotros, en especial Lavender. Él dijo que nos daría las mejores herramientas para que llegásemos lejos, ya que él cree que nosotros sí podríamos hacer una diferencia en la comunidad estudiantil, pero ha estado muy ocupado. Yo creo que sus superiores son un montón de viejos conservadores que no le permiten hacer nada, y como él es tan bueno, pues no lo dejan...

Amalia sintió un ápice de remordimiento por semejante opinión tan errada.

—Me gustaría —continuó Liberty— poder influir un poco más. Ya somos mayoría los que rechazamos esa guerra, pero falta mucho por hacer.

—Comprendo...

—¡Entonces nos ayudarás mucho, Gina! ¡Oh, por Dios! ¿Puedo llamarte Gina?

—Sí, sí, adelante.

—Tú puedes llamarme Free.

—G-gracias. —De repente, el remordimiento la rebasó—. Free, hay algo que tengo que decirte con respecto a esto...

—¿Qué pasa?

Quiso confesarle, porque para nada le estaba agradando jugar así con los sentimientos de alguien. Lo iba a hacer. Ya basta. No podría llegar tan lejos con una mentira tan abrumadora.

—Yo... No soy una... Bueno, no soy periodista consolidada de ese periódico.

—¿A qué te refieres?

—Soy... ¡Soy una estudiante! Solo estoy haciendo mis prácticas en el Berkeley Barb. En realidad no soy una gran periodista allí dentro. Soy una pasante, nada más.

—Ay, Gina, no creo que importe tanto. Mira, esto es lo que te propongo: tú pones en ese reportaje todo lo que somos, nuestra alma desnuda tal cual es, y seas o no una periodista de renombre allí, no me importa; el artículo tendrá que llegar a la gente. Digo, de igual manera saldrías en una de sus ediciones, ¿cierto?

—Sí, así es.

—Entonces no pasa nada. —La tomó del hombro. Contrario a lo que había pensado, su tacto era cómodo—. Ven, intercambiemos números de teléfono. Quisiera que nos reuniéramos en algún café para hablar, para que me cuentes cómo tienes pensado tu reportaje.

—Está bien.

Dos chicas de California ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora