Última parada 3

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—Que sí

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—Que sí. Sí. Por favor.

Sucede rápido: Calle toma aire, lo suelta y, de repente, Poché se ha quitado la cazadora y la ha tirado sin mirar al asiento más cercano, y se están besando, con las manos por todas partes, torpes y mojadas y llenas de gemidos y jadeos.

El pelo de Calle no para de ponerse en medio y, cuando se separa un momento para quitarse la colita de pelo de la muñeca y recogerse una coleta de cualquier manera, Poché la ataca en el cuello, calma con la lengua todos los puntos en los que van hincándole los dientes. Todo se vuelve borroso. Sin saber cómo, los botones de la camisa de Calle están desabrochados y no puede pensar en nada salvo en querer más, en desear notar la piel contra la piel.

Quiere arrancar la ropa de las dos, con los dientes y las uñas si hace falta, y no puede... No allí, no como le gustaría. Aun así, desliza las yemas de los dedos por la cinturilla de los vaqueros de Poché, llega a la costura de la camiseta y espera medio segundo, hasta que Poché deja de besarla y asiente con la cabeza, para sacarla del pantalón y subírsela y, ay, Dios, ahí está Poché, está ocurriendo de verdad.

A la luz de la luna, el cuerpo de Poché desprende energía cinética. Tiembla y se tensa y se relaja bajo las manos de Calle, con la cintura marcada y unas caderas afiladas, un sencillo sujetador negro, las sutiles ondulaciones de las costillas, los tatuajes que le recorren la piel arriba y abajo como salpicaduras de tinta derramada. 

Y Calle... Calle nunca ha ido tan lejos, en realidad no, pero algo se apodera de ella y le planta un beso a Poché en el esternón y presiona con la boca abierta la parte que queda justo por encima de la copa del sujetador, se derrite al notar cómo su carne se le ofrece. Todas las partes de Poché son espartanas, prácticas, convertidas en lo que son tras años de supervivencia, y aun así, de algún modo, se abre a ella. Poché siempre se entrega.

Entonces a Calle se le ocurre que Poché es más delgada que ella y que tal vez debería preocuparse de que sus caderas sean más anchas y su estómago más flácido, pero Poché le está metiendo mano, le abre la camisa, la acaricia en todas las partes en las que le da miedo que la toquen: la forma de su cintura, los hoyuelos de los muslos, su pecho grande. Y Poché gime y dice, por tercera vez esa noche:

—¿Qué coño pasa, Calle?

Calle tiene que reprimir un jadeo para preguntar:

—¿Qué?

—Mírate —dice Poché, y desliza los pulgares desde el centro del estómago de Calle hasta sus caderas, recreándose sobre la cintura de la falda. Se inclina hacia ella y hunde la cara bajo el cuello de la camisa de Calle, le muerde el hombro, le da un beso allí y luego se aparta y la contempla. La mira como si no quisiera despegar nunca la vista de ella—. Eres como... como un puto cuadro o algo así, joder. Y te paseas así como si nada todo el tiempo.

—Yo... —Calle intenta formar varias palabras, quizá incluso pronunciar algunas que tengan sentido, pero Poché le está palpando la cintura, acaricia los delicados detalles de encaje de su sujetador con los dedos mientras su boca se aventura más abajo, y lo único que acierta a decir Calle es—: No lo sabía. No sabía que tú... pensaras eso.

One shots CachéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora