VI

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VI

Unas manos pequeñas y arrugadas pasaban lo que parecía ser una tela para un vestido en una máquina de costura. Las manos alzaron el vestido finalizado y lo puso entonces a un lado. Los cansados ojos marrones miraron a través de la ventana como cuatro nuevos vecinos salían de la casa de al frente. Una mujer y un niño de vestimenta elegante y otro par igual, sólo que sus prendas eran menos lujosas.

— ¡Que extrañas personas! Parecen dos amos acaudalados y sus sirvientes —dice la mujer anciana entre risas—. Pero no es posible, porque viven en este vecindario y aquí no somos exactamente de la alta sociedad..., ¿pero quién será esa gente? —la señora se acomoda los lentes.

La puerta llamó su atención cuando alguien empezó a tocarla de forma rítmica. Ella sabía quién era antes de abrirla, así que fue emocionada a hacerlo.

— ¡Ay, Leticia! Ya sabía que eras tú, pásale, pásale —abrió más la puerta para dejar a la mujer entrar.

— Claro. Tenía que venir para comentarte de las nuevas noticias del pueblo. ¿Ya viste, Ana? ¿Viste que frente a tu casa se instalaron nuevos vecinos?

— Sí, justamente de eso quería platicarte. Pero dime tú primero. Presiento que tienes más información que yo.

La anciana Leticia sonrió orgullosa ante eso.

— Pues, te cuento. La mujer que se viste con ropa lujosa...

— Ajá.

— ...Es la nueva maestra de la escuela privada. Apenas antier llegaron y ayer fue y le dieron el empleo. ¿Qué piensas de esto, Ana?

— Pues, que ha de tener influencias.

— ¿Verdad que sí?

— ¡Pues claro! Ahí no puede entrar cualquier persona a adoctrinar. Tampoco cualquier niño, tiene que ser becado o pagar mucho dinero.

— Y tiene dos niños ahí.

Ana se levantó, y empezó a preparar un café para ambas.

— Tengo panque de arándanos, ¿quieres un pedazo?

— Oye, Ana —la mujer abre los ojos con una nueva idea en mente—, ¿y si les llevamos comida de bienvenida a los nuevos vecinos y así los conocemos más?

La mujer da unos pequeños aplausos.

— Todavía te funciona bien esa cabeza tuya, Leti —ríe.

Las mujeres estaban decididas a averiguar todo lo que pudieran sobre los nuevos intrusos del pueblo y para ello, cocinaron un nuevo panque de arándanos, atole, chilaquiles, entre otros platillos más. Así, si los vecinos eran quisquillosos tendrían variedad para elegir.

— Ya está. Ahora vamos a cambiarnos, no podemos ir así nada más.

— ¡Lo sé! Estamos sudando como los puercos.

Ambas viejas amigas se asearon y arreglaron para el festín que tendrían. Metieron ordenadamente la comida dentro de unos cestos y salieron ambas agarradas del brazo, un tanto nerviosas.

Sobre todo Ana. La señora Ana era tan paranoica y tenía una imaginación que incluso podríamos decir que por algo le gustaba tanto escribir libros, aunque, bueno, jamás los publicó, sólo los dejó guardados en un cajón debajo de la ropa interior. Pero jamás perdió el hábito ni el gusto por escribir. He ahí también que fuera tan aguda a la hora de hacer deducciones, casi como si fuera adivina.

Quizás es una habilidad que al ser anciano y sin tener nada qué hacer se afila naturalmente.

Más allá de su jardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora