XIX

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— ¡Familia Dubois! —exclamó Leticia, junto con su amiga, Ana. Las dos unidas siempre como la uña con la carne, miraron extrañadas como la familia Limantour Goretti caminaban hacia la salida—. No los vimos en toda la noche, estuvimos jugando lotería con las señoras y apenas íbamos a unirnos al baile. ¿Ya se van?

— Sí, Señora Leticia. Nos tenemos que retirar ya. Nosotros acostumbramos a pasar Navidad en familia —defendió Georgina de malhumor. Elliot no comprendía el actuar de su madre, pero sólo presenció todo en silencio.

— Pero aún no es Navidad —defendió Leticia, algo risueña.

— Leti —negó con la cabeza la Señora Ana, dándole a entender que ya no les insistiera. Como siempre, notó algo más en el ambiente que nadie más percibía, más que los involucrados—. Que tengan una muy feliz navidad.

Tanto Georgina como Virginia respondieron al mismo tiempo un ¡Igualmente!  y se retiraron.

Lo cierto es que le habían avisado a la abuela que habían encontrado a quién habían estado buscando con desesperación y parte del recado del empleado que encontró a la mujer, fue:

Traigan al niño maldito para verlo, lo más pronto posible.

Y a eso se debía el apuro.

Georgina consideró que era un momento ideal para contarle a su hijo la verdad, mientras iban en el carruaje. El joven Elliot intentaba comprender cada palabra que su mamá le decía sobre el orígen de su nacimiento y el posible destino de toda su vida. Cuando por fin logró conciliar cada parte de la historia, primero, pensó en si su madre había empezado a delirar. Pero al pensarlo más profundamente, él creyó que tenía bastante sentido. « Así que por eso tengo ojos azules y soy rubio, aunque tengo padres mexicanos », pensó.

— Al menos no fui adoptado —expresó burlón.

— ¡Ah! Yo también lo consideré, era de mis dos opciones preferidas, querido —se le unió a la broma su abuela.

— ¿La otra fue que mi padre era en realidad un francés?

— Algo así.

Los dos se empezaron a reír mucho, cosa que no le agradó demasiado a Georgina. La abuela Virginia solía bajar sus defensas ante su nieto preferido y continuamente ella y Georgina tenían una guerra de la que sólo ambas eran conscientes —o eso creían— para ganarse la estima de Elliot.

Fue agradable tener una conversación casual para no pensar en lo que se avecinaba.

Para fortuna de todos los presentes, el lugar dónde se alojaba Elena no era un sitio sospechoso o en ruinas como el de su hermano. Al contrario de lo que pensaban, era una casa normal.

Tocaron la puerta varias veces y a la quinta, abrió una mujer de cabello tan largo hasta la espalda, color negro azabache y ojos grises. Tenía algunas arrugas en su rostro afable.

— Pasen —los invitó con una sonrisa y los sentó ante ella. Les mostró entonces un maso de cartas de tarot, a las cuáles, les preguntó algo en secreto, para entonces, sacar varias cartas que acomodó en forma de una pirámide.

— ¿Puedo preguntar que estamos haciendo? —interrogó la abuela, muy desconcertada.

— Shhh —dijo la mujer, intentando concentrarse y aunque Virginia se ofendió, por algún motivo entendió que sí era necesario guardar silencio—. Ya sé qué es lo que deben de hacer.

— ¿Qué debemos hacer? —preguntó ahora Elliot.

— El niño debe desaparecer...

Todos se sorprendieron al oír una respuesta tan terrible.

— ...O deben pasarle la maldición a alguien de un linaje de la realeza, pues en ellos está la bendición de Dios y toda maldición quedará expiada —terminó de decir.

— ¿Que quiere decir con eso? —cuestiona Georgina.

— Que el niño debería casarse con alguna princesa y tener un bebé con ella. Al bebé se le pasará la maldición, pero por su sangre real, desaparecerá. Le doy un aproximado de ocho años para que la maldición se active de verdad, sin embargo, creo que ya ha empezado, ¿verdad?

— Sí —admitió Georgina, pensando en su esposo.

Elliot se quitó su guante y mostró la marca que recién le había aparecido en la muñeca.

— Me imagino que esto tiene que estar relacionado.

La madre de Elliot se sorprendió demasiado, pues no había notado esa marca en su hijo aunque siempre convive con él y aunque creía ser la persona que más lo conocía. También, le afligió saber que su hijo no se lo había contado.

— Sí. Así es —afirmó Elena con una sonrisa amable—. Ahora, espero no ser muy impertinente al pedirles que se retiren. La gente con maldiciones tienen una energía demasiado negativa y las personas sensibles a estas cosas como yo no las recibimos muy bien. ¡Tengan una grandiosa vida!

Más allá de su jardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora