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Arlene

Hacía frío y el repiqueteo de un tren me despertó. Miré a todos lados, estaba sentada en el interior de una cabina de tren. Mi padre estaba a mi lado, muy quieto, dormido probablemente. Quise moverme pero tenía las manos atadas, sujetas una a la otra y con una cuerda unidas a las de mi padre, también atadas.

El frío se filtraba por la ventana ligeramente abierta, el invierno estaba en su apogeo y yo no llevaba abrigo.

Me reprendí a mí misma por lo tonta que había sido, nunca hubiera imaginado que mi padre podía formar parte de todo. Queriéndolo o no, me había entregado. Quería pensar qué tenía sus buenas razones, aunque no podía imaginar cuales.¿Dinero? ¿Eso valía yo? ¿Unos cuantos billetes? Reprimí ese pensamiento y traté de pensar en cómo escapar de ese tren. Ni siquiera sabía el destino del mismo. Imaginaba que tal vez al norte ¿pero a dónde? ¿Demian vendría por mí? No, tenía que descartar esa idea. Después de todo lo que le había hecho, ya no se arriesgaría por mí, ¿o si?

Tenía que despertar a mi padre para poder movilizarme, sujeta a él no llegaría muy lejos. Tiré de la soga pero no se movió, ¿estaba vivo? Me preocupó. Volví a jalar la soga, el apoyo de su brazo cedió y dio un salto despertando. Volteó a verme, rehuyó mi mirada, parecía avergonzado.

—Hola —dijo— ¿estás bien?

—¿Cómo crees que estoy? —no quería ser brusca con él, pero así salieron mis palabras.

—Entiendo.— Carraspeó acomodándose en el asiento— si quieres que me quede en silencio el resto del viaje, lo haré.

—No, quiero que me digas que hago aquí, ¿por qué me entregaste papá? —mi voz se entrecortó, hice un esfuerzo por mantenerme fuerte. —¿Por qué me quieren?

Mis ojos buscaban respuestas y los suyos parecían inmutables. No me lo diría, no todo al menos. Puede que no lo supiera, no lo podía saber.

—No tuve opción, cariño— dijo despacio— apareció de improviso en casa...

«Estaba cerrando el cofre con las ganancias cuando un caballero rubio, muy bien arreglado, entró al estudio.

—Monsieur de La Rose, mis respetos— dijo tomando asiento frente a mi.

—Disculpe, ¿lo conozco? Esto es propiedad privada, le voy a pedir por favor que se retire— me puse de pie— ¡Ferm...—no alcancé a llamar al mayordomo que el hombre estaba junto a mi con sus manos rodeándome el cuello.

—Shh, no empecemos con el pie izquierdo amiguito. —Su frío aliento se me hizo repugnante y me rozó la mejilla.

—¿Qué quieres? ¿Dinero? Ahí está todo, tómalo y vete. —La incomodidad y la incertidumbre me calaban los huesos. Él se rio, fuerte, como si hubiera dicho la mejor broma del año.

—No, gordito, no quiero dinero. — intenté apartarlo pero era duro como una roca. Con una de sus manos apartó mi rostro y hundió sus colmillos en mi cuello. Ardor, dolor, fue todo lo que sentí mientras drenaba mi sangre. Pensé en gritar en medio de la confusión, pero no duró mucho. Enseguida se apartó y me dejó caer al suelo, sin fuerzas, poniendo presión en mi cuello, viendo la sangre en mis manos. Sin poder creer lo que acababa de pasar.

—Eso es apenas un vistazo de lo que te puede pasar si no colaboras— me amenazó.

—Yo, ...yo...

—Ahora estás sin palabras pero yo puedo destruir tu vida en dos segundos, traer aquí a tu hija y destrozarla.

—No, ella no... —Traté de ponerme de pie pero estaba muy débil.

La chica de RojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora