Capítulo veinte

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 —¡La hostia puta!

Elena, Rose y yo mirábamos boquiabiertas la tarjeta que Addison me había dado, como si fuera el tesoro más valioso del planeta.

—Te ha dado su puto número de teléfono —dijo Rose sin dejar de mirar el papel.

—¡¡Y la ha invitado a su casa!! —Elena parpadeó varias veces—. Vale. Reconozco que esto lo no lo vi venir.

—Yo tampoco.

—Está hambrienta —dijo Elena.

—Quiere sexo —siguió Rose—. Y no con cualquiera, lo quiere contigo.

Dejé la tarjeta en la mesa y suspiré.

—Quiere follarte en su cama, en la ducha, en el patio, en la encimera de la cocina... —Rose se llevó una mano a la boca—. ¡Madre mía, te va a fundir!

—No vas a poder ir a trabajar el lunes —bromeó Elena—. Porque no creo que te de tiempo a recuperarte en el fin de semana.

—¿Y su marido? —preguntó Rose acordándose de repente de Daniel—. ¿Estará en casa? ¿Se irá de viaje? ¿Lo echará con alguna excusa?

—¿Os montaréis un trío? —añadió Elena.

—¡¡Elena!! —grité queriendo sacar esa imagen de mi cabeza.

—La cuestión es que te lo ha maquillado como una cena de trabajo —Rose se incorporó en la mesa y me miró divertida—. Pero nada tendrá que ver con eso.

—A lo mejor ni cenáis.

Rodé los ojos y di un trago a mi cerveza.

—Solo quiere llevarte a un sitio íntimo y no sabe cómo hacerlo, Abby —aclaró Rose—. En realidad me parece de lo más adorable del planeta.

—Súper bollera en acción —Elena hizo un gesto como si volara como superman y las tres nos echamos a reír.

—¿Ves como siempre sale a combatir el crimen los viernes?

Las miré a las dos alternativamente y negué con la cabeza.

—Sois tontísimas.

—¿Y qué vais a hacer una vez que folléis como dos personas normales? —preguntó Rose—. ¿Vais a formalizar la relación? ¿Lo vas a compartir con el resto de la humanidad? ¿Te mudarás a su casa?

No respondí porque sabía que solo me estaba vacilando.

—¡Eso sería una noticia bomba! —exclamó Elena mirando a mi amiga—. Todo el mundo alucinaría. La rica empresaria de repente está con una chica... y no una cualquiera, con su empleada.

—Lo que más llamaría la atención es que a Addison Lane también le gustan las mujeres —dijo Rose—. ¿Sabéis como se pondría twitter? Echaría humo.

—Totalmente.

—Yo también comentaría la jugada —confesó—. Habría un montón de bolleras locas escribiendo en mayúsculas cosas como: «MADRE MÍA NO ME LO PUEDO CREER, HAZME TUYA». Y todo eso.

Solté una carcajada al ver a Rose escenificar esa frase con su cara.

—No te rías. Twitter está lleno de bolleras locas. Le das click a una cuenta y te aparecen cuatrocientas.

—Sería un notición —dijo Elena.

—Sí. Lástima que lo van a dejar en secreto.

—Chicas... —intenté frenarlas. La excitación que llevaban encima se les estaba yendo de las manos—. Ya vale. No va a pasar nada. ¿Sabéis lo que es una cena de trabajo?

Ellas me miraron como si acabara de decir la mayor tontería del mundo, se miraron entre ellas y me volvieron a mirar.

—¿Eres tonta? —preguntó Rose con rostro serio.

—¿En su casa una cena de trabajo? —analizó Elena.

—No le gustará salir fuera... no querrá que nadie nos moleste.

—¡¡Claro!! —Rose dejó caer la palma de la mano sobre la mesa haciendo un gran ruido—. Porque en el baño de la discoteca os puede interrumpir un montón de gente.

Me llevé la mano al entrecejo y apretó con fuerza. No se podía debatir con ellas. Ni una conversación seria podía tener. Tenía la confianza al cien por cien de que la cena con Addison era de trabajo y nada más. ¿En su casa? ¿Cómo me iba a llevar a su casa para tener sexo? Estaban alucinando si creían que eso iba a ser posible. Su marido existía y, sino pasaba nada, estaría por allí en medio. Incluso puede que cenase con nosotras (pues era quien aconsejaba a su mujer en todo). No me extrañaría que fuera una reunión con ambos. Fuera como fuera, ya empezaba a sentir los nervios dentro de mi estómago.

—Mándale un mensaje —propuso Rose.

—¿Qué dices?

—Sí. Mándaselo.

—¿Y qué le digo?

Rose se encogió de hombros.

—No puedo mandarle un mensaje así porque sí.

—Dile algo así como: «qué ganas tengo de que llegue el viernes» —dijo Elena.

—Sí, claro... —suspiré.

—Y de comerte todo el...

Me abalancé sobre la mesa y le tapé la boca con ambas manos. Rose soltó una carcajada y me apartó de un manotazo.

El resto de la noche no hubo mensaje, ni llamada. No hubo nada. Las hice cambiar de tema porque se estaban poniendo muy pesadas diciéndome qué parte de la casa era mejor para echar un polvo. Si lo hacíamos de pie, decían que contra la pared del pasillo. Si queríamos apoyadas, contra la mesa del salón, la encimera, el escritorio de la habitación. Incluso una ventana. Las tuve que callar. La conversación llegó a lo más alto cuando empezaron a enumerar las técnicas para un cunnilungus perfecto.

Esa noche no pude dormir. Se pasaron las horas mirando al techo, pensando en ella, en su invitación, en su ropa, su mirada, sus ojos, su pelo. En todo. Esos labios perfectos acercándose a mi boca.

Suspiré liberando toda la tensión acumulada. Acaricié mi frente y seguí bajando mi mano por el cuello, mis pechos. La perfecta cara de doña Addison Lane no salía de mi mente. Mi ser comenzó a latir con fuerza y mi mano siguió su camino hacia abajo, hacia mi sexo. Había leído en algún artículo que masturbarse antes de dormir ayuda a dormir mejor y yo no podía dormir esa noche, así que... llevé mi mano ahí y me dejé llevar. Lo acaricié, jugué con él. Me abrí más de piernas y mis dedos entraron y salieron sin parar mientras su voz diciendo «señorita Abigail» sonaba en mi cabeza. Su colgante de libélula bailando sobre su escote, sus labios húmedos, sus gemidos en mi oído, sus uñas en mi espalda y lo dura que era en la oficina me llevaron al éxtasis.

Estaba a punto de entrar en un sueño profundo cuando el ding del móvil me hizo abrir los ojos. Lo agarré estirando el brazo y leí en la pantalla.

«Perdona las horas. Necesito verte».

Era un número que no tenía agregado en la agenda.

Me incorporé de un salto y agarré la tarjeta que Addison me había dado para comprobar si era ella.

No.

El número no coincidía.

Extrañada me dispuse a responder.

«¿Quién eres?».

El escribiendo... no tardó en aparecer en pantalla.

«Nos vemos en el Ambrosía en media hora», dijo sin más.

¿Qué estaba pasando?

Ni loca iba a ir a un sitio a la una de la mañana sin saber si quiera quien era la persona con la que estaba quedando. Agregué el número por si aparecía la foto e identificaba de quien se trataba.

Pero nada.

«Si no me dices quien eres, no pienso ir. Buenas noches», respondí.

«Vas a venir. Sé que vas a venir».

Fue todo lo que me escribió antes de que el móvil dejase de recibir nuevos mensajes.

Addison LaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora