Capítulo veinticinco

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«Nadie de la empresa ha estado nunca en casa de doña Addison Lane».

La frase de Vanesa estuvo en mi cabeza durante toda la mañana. ¿Iba a ser la primera empleada en poner un pie en su estúpida y perfecta casa? Sí. Iba a pasar. Era una realidad. Por un lado me sentía importante. Si nadie había estado en su mansión era porque ella lo había decidido. Que se le pasara por la cabeza invitarme fue porque de verdad quería hacerlo, no por quedar bien. Doña Addison no dejaba entrar a su vivienda a cualquiera. ¿Tenía que sentirme importante? ¿Una elegida de Dios? Si mis compañeros se enteraban sería el centro de todas las miradas. Hablarían de mí.

«¡No, por favor! Álvaro hablando de mí otra vez, no».

Pasé la mañana lejos de todo el mundo, tal y como me propuse. Me costó creer que no hubiera visto a la jefa en todo el tiempo, pero lo conseguí. Cuando llegó mi hora de marchar, cerré el ordenador, organicé mis cosas (odiaba dejar la mesa patas arriba), agarré mi pequeña mochila y salí al pasillo para dirigirme lo más rápido posible al aparcamiento donde me subiría al coche como si me estuvieran persiguiendo miles de avispas y saldría corriendo allí. Ya veía el ascensor a lo lejos. La ansiedad por llegar al aparato metalizado se manifestó en mi garganta. Apreté con fuerza el botón y las puertas se abrieron. «¡Estupendo!», pensé aliviada. No tuve ni que esperar a que llegase a mi planta. Me subí al ascensor y presioné con fuerza el botón como si eso fuera a hacer que bajase a más velocidad. La puerta se estaba cerrando cuando un tacón se metió en medio. El corazón dio un vuelco en mi pecho y quise gritar. Las puertas volvieron a abrirse y la cara de Addison apareció al otro lado sonriente, como si acabara de ganar el peluche más grande de la feria. Entró al ascensor y se paró a mi lado para pulsar el botón.

—Hola —susurró sin mirarme.

Estaba absolutamente guapa. Lucía un conjunto de color marrón, pantalones ajustados y una blazer medio abierta por la que asomaba la curva de sus pechos. ¡No llevaba sujetador! Su collar de libélula no podía faltar en medio de su escote. Agarré con fuerza la mochila y recé para que el ascensor bajase en dos segundos hasta la planta baja. Ahí estábamos las dos, mirando al frente como estatuas.

—¿Intenso día de trabajo? —preguntó mirándome de soslayo.

—Ha sido moderado —dije.

Su cuerpo se giró hacia mí y esbozó una sonrisa. No la vi pero pude sentirla.

No por favor, pensé frunciendo los labios, aquí no.

—Espero que vaya a descansar ahora —murmuró—. Debe de estar despejada para nuestra reunión de trabajo.

Asentí con la cabeza.

—No se preocupe. Lo estaré.

—Tengo muchas cosas que comentarle —aseguró—. Me han llegado varias propuestas para llevar ciertas páginas webs que nos interesan bastante y, todo depende de usted. De lo rápida que sea llevándolo todo.

—Hago lo mejor que puedo —aseguré.

—Lo sé. Lo ha demostrado.

—Sabe que siempre intentaré dar lo mejor de mí —le dije—. Y si no lo consigo, me gustaría que me lo dijera para poder mejorar.

—A las nueve en mi casa —me miró tan fijamente que el corazón se saltó un latido—. Sea puntual, por favor. No me gusta que me hagan esperar.

—Sí, claro.

Ella avanzó un paso al frente sin quitarme el ojo de encima, como una leona que está a punto de atacar. Nuestras miradas fijas, intensas, hambrientas. Me colocó un mechón de pelo hacia atrás y me acarició el mentón.

—Tengo muchas ganas de esa cena —confesó, para mi sorpresa. Siguió avanzando pasos hasta colocarme contra la pared. Mi mochila se aplastó, el termo crujió dentro. Doña Addison me agarró de la cintura con una mano y apoyó la otra en la pared. Su mirada en mis labios, la mía en los suyos.

¿Qué hacía?

¿Tantas ganas tenía de mí?

Una oleada de excitación sacudió mi entrepierna.

Suspiré.

Estábamos en la planta número cinco.

—¿Qué pasaría si la beso ahora?

Fruncí el ceño y me encogí de hombros. No tenía ni idea de qué pasaría pero, ¿por qué no comprobarlo? Juntamos las frentes, rozaron nuestras narices, su labio superior con el mío. Estuvimos así durante agónicos segundos. Ella no se lanzaba y yo tampoco, pero nuestras bocas estaban entreabiertas, dispuestas y deseosas.

Planta número cuatro.

Addison me besó el mentón y me miró con maldad. La busqué con la boca, nuestros labios rozaron y ella se quitó subiendo la cabeza. Me besó el cuello y volvimos a mirarnos fijamente.

—No he visto cosa más sexy que tu cara —susurré llena de fogosidad.

Addison jadeó.

Planta número tres.

—No va a conseguir nada de mí —anunció.

—No quiero nada de usted.

Me miró desconcertada.

Planta número dos.

—¿Le gusta invadir de esta manera el espacio personal de todos sus empleados? —vacilé agarrándola del collar y dándole vueltas entre mis dedos—. ¿O solo es conmigo?

—¿No quiere saber por qué fui a buscarla un martes por la noche al Ambrosía? —preguntó.

—¿Se ha dado cuenta que esta química que tenemos usted y yo no es sana? —dije esquivando su pregunta.

—Desde el primer minuto —jadeó.

Planta número uno.

Estaba muy cerca como para no besarla. Mi entrepierna húmeda, caliente, latiendo como nunca. Mojé mis labios y me preparé para lanzarme.

—Señorita Abigail —agarró la mano con la que jugaba con su collar y la retiró—, será un placer recibirla en mi casa esta noche.

DING.

El ascensor llegó a la planta baja, la puerta se abrió justo cuando se separó de mí y ambas mirábamos al frente, como al principio. Varias personas subieron después de saludar a la jefa y emprendió camino a su coche. La perseguí en silencio, escuchando el estruendo de sus tacones, mirando cómo contoneaba sus caderas. Subió a su jeep y me miró desde dentro. Me regaló una sonrisa, arrancó y se fue dejándome allí parada con las llaves de mi coche en la mano.

Addison LaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora