Capítulo veintinueve

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La música estaba apagada, la ropa del suelo recogida y doña Addison tumbada en el sofá cambiando sin gana los canales de la tele cuando Daniel entró por la puerta. Su cara de amargado estaba más marcada de lo normal. Addison fingió sorprenderse al verle entrar por la puerta (como si no le hubiera escuchado). Su corazón debía de ir aún a la velocidad de la luz. Si hablaba, su voz saldría fatigada. No sólo por lo que estábamos haciendo sino por la carrera que nos habíamos pegado para recoger todo en cuestión de segundos.

—¡Daniel! ¿Qué ha pasado?

Su marido llegó y se dejó caer en el sofá para quitarse los zapatos.

—Todo ha salido mal.

—¿Por qué?

—Estos tíos cada vez están más difíciles... son gilipollas. No hay más.

Addison sacudió la cabeza.

—No te preocupes. Si hoy no han querido ver lo que le habéis propuesto con buenos ojos, seguro que otro día sí lo harán.

—Están tocando mucho las pelotas —protestó sacándose la chaqueta—. Pero bueno, no pasa nada. Mañana será otro día.

—Creía que ibas a volver mucho más tarde —musitó la jefa—. Estaba aquí viendo la tele pero no hay nada interesante. Me iba a dormir ya.

—Vete a dormir si quieres —dijo—. Yo me voy a quedar un rato viendo la tele a ver si me relajo. Vengo nervioso.

Le quitó de la mano el mando y se acomodó en el sofá.

Addison se levantó.

—Está bien. Pues nos vemos mañana.

—Descansa, cariño —respondió su marido sin siquiera mirarla y haciéndole un gesto para que pasara rápido y se quitase de su campo visual.

Addison abrió la puerta de su habitación y miró a todas partes.

—Abby —susurró—. Ya puedes salir.

Abrí el gran armario empotrado y salí de él. Qué ironía de la vida. Yo saliendo del armario. La expresión de mi cara era de completa angustia. La jefa sonrió al verme y se acercó a mí para rodearme con sus brazos. ¿Qué estaba haciendo? ¿No se suponía que su marido estaba en el salón? ¡Tenía que salir corriendo de la casa!

—¿Qué pasa? —pregunté en un hilo de voz—. ¿Es Daniel?

—Sí, pero va a ver la tele —anunció rozando su nariz con la mía—. Podemos seguir un rato.

—¿Cómo que seguir un rato? No, no, no. Me tengo que ir.

—¡Venga! Un poquito más. Se quedará durmiendo en el sofá.

La miré como si de repente se hubiera vuelto loca.

—Addison... lo he pasado genial y ojalá pudiera quedarme hasta que salga el sol pero tu marido está fuera, tengo que irme. Si me ve, me mata.

—Me mataría a mí en todo caso, ¿no crees? —se atrevió a darme un dulce beso en los labios. Tan delicado y suave que quise más. Coloqué una mano en su cuello, la atraje a mí de nuevo y profundicé el beso.

—Tengo que irme, enserio —insistí—. Tengo el corazón a mil. Puede entrar en cualquier momento.

—Conozco a mi marido. Se quedará en el sofá durmiendo.

—También creías que iba a venir mucho más tarde —protesté—. Y míralo donde está.

Addison soltó una carcajada que me hizo reír a mí.

Addison LaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora