Capítulo treinta y uno

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Cuando abrí los ojos estaba tumbada en el asiento trasero de mi coche y la chica rubia me abanicaba con un trozo de papel mientras otras tres personas daban vueltas preocupadas y una de ellas llamaba por teléfono a la ambulancia. Me incorporé bruscamente y la chica rubia me puso una mano en el hombro.

—Despacio, reina —dijo—. No querrás volver a desmayarte.

—¿Qué coño ha pasado?

—¿Te encuentras bien?

Parpadeé varias veces y miré desconcertada a mi al rededor.

—Te has empezado a poner pálida y te has caído contra el coche —explicó—. ¿Has comido algo hoy? Quizá es eso lo que te ha pasado.

No respondí.

Su voz diciendo que era la cita de Addison Lane llegó a mi mente y entonces entendí todo pero..., ¿por qué coño me había desmayado al escuchar esa frase? ¿Demasiada presión para mi cabeza?

—¿Quién eres? —musité con miedo a la respuesta.

La chica rubia me enseñó un papel en una funda transparente.

—Venía a hablar con Addison Lane. Tengo una cita con ella hoy. Quiero optar a un puesto de trabajo —dijo con una sonrisa llena de ilusión—. Puede que seamos compañeras.

Me sentí la persona más estúpida del mundo.

Cita... de trabajo.

«Pedazo de gilipollas», me dije apretando con fuerza el entrecejo.

Me preocupó que la idea de que Addison se estuviera viendo con más personas a parte de mí me golpease tan fuerte. ¿En serio? ¿Hasta el punto de desmayarme? ¿Qué coño me había hecho la jefa? Aquello no era normal.

—¿Te imaginas? —siguió diciendo la rubia ante mi desconcierto—. Si me cogen para trabajar aquí tendremos una historia genial de cómo nos conocimos.

La miré frunciendo el ceño.

—¿En serio? ¿Genial? ¿Has dicho genial?

—Bueno..., divertida.

«Ojalá no te cojan», pensé saliendo del coche.

A las nueve de la noche estaba en el Ambrosía con Rose y Elena delante de mis narices y la segunda copa entre las manos. Les conté lo que me había pasado. Estuvieron un buen rato haciendo chistes sobre mi desmayo, riéndose entre ellas mientras yo miraba a los demás con la esperanza de que Addison entrase por la puerta. «No va a venir», me dije. «Le he dicho que hoy me quedaba en casa. No va a venir». Pero, ¿y si venía?

—Y la princesa cayó al suelo desmayada ante tal horrible noticia —dijo Rose como si estuviera leyendo un cuento.

Elena soltó una sonora carcajada.

—Y el desmayo sería para siempre —siguió diciendo.

—Solo el beso de la jefa cachonda podría despertarla —concluyó Rose.

—¿Os queréis callar ya?

Ambas me miraron poniéndose súper serias.

—Menos mal que no te abriste la cabeza —dijo Rose.

—Se cayó con estilo la tía —siguió Elena—. Contra el coche.

—La rubia te cogería para que no te pegases la hostia de tu vida. Dale las gracias, podrías estar en el hospital en vez de tomando una cerveza.

Me encogí de hombros. Tenía razón y me sentía patética.

—Esta historia se está poniendo un poco oscura —aseguró Elena—. ¿O soy yo?

—¿Oscura?

—Sí..., es un poco raro, ¿no crees?

Empecé a rascar la etiqueta del botellín de cerveza.

—Yo a eso sí que lo llamo un mal de amores —bromeó Rose.

—¿Tan bien te lo hace que no puedes soportar la idea de que esté con otra persona que no seas tú? —preguntó Elena con maldad.

—No es eso —traté de defenderme—. No fue por la noticia..., es que había bajado siete plantas corriendo por la escalera y hacía calor, no tenía agua y...

—Ya, claro —intervino Rose—. ¿Y por qué bajaste siete plantas por la escalera si se puede saber?

No respondí. Me dio vergüenza.

—¡Hola chicas! —Vanesa apareció de la nada con una copa de Néctar en la mano.

—¡Vanesa! —exclamó Rose más contenta de lo habitual ante la llegada de mi compañera—. Ven, siéntate con nosotras.

Vanesa se sentó y alzó su copa para brindar con nosotras.

—Estoy allí con unas amigas —explicó—. Pero saco un rato para estar con las mejores.

Rose sonrió y dio un trago a su cerveza.

No tardaron ni tres segundos en preguntarle si había sido testigo de mi desgracia y se lo contaron todo con pelos y señales. A diferencia de mis amigas, Vanesa se preocupó por mí y me preguntó si estaba bien. En ningún momento se echó a reír como las arpías de Rose y Elena. Un tema nos llevó a otro y nos envolvimos en una agradable conversación. Las cervezas rodaban por la mesa, una tras otra. Rose empezaba a decir tonterías (más de las habituales). Elena se reía por absolutamente todo. Mi mirada estaba perdida y Vanesa se unió a decir chorradas junto a Rose.

¡Menudo cuadro!

Todo se nos fue de las manos.

—¡¡Que tiemble el Ambrosía!! —gritó Rose alzando su cerveza—. Aquí están las cuatro jinetes del apocalipsis.

Vanesa y Elena soltaron una carcajada.

—Me da igual que sea lunes, chicas —admitió Elena—. Me lo estoy pasando genial y no tengo intención de volver a casa temprano.

—Tenéis una energía arrolladora —admitió Vanesa—. ¿Me dejáis ir con mis amigas para decirles que me quedo con vosotras un rato más?

Rose la agarró del brazo y la miró a los ojos.

—Pero vuelve. —Dijo con el rostro serio—. No nos dejes solas.

Vanesa asintió con la cabeza y yo le pegué una patada a mi amiga por debajo de la mesa. Cuando la becaria se fue, Rose se incorporó y me miró suplicante.

—¿Por qué no me dejas que me lance? ¡Es preciosa! Y creo que tenemos química.

—A Vanesa no le gustan las mujeres —dije.

—¿Cómo que no? —Rose arrugó el ceño—. No opino lo mismo.

—Yo también creo que le gustan pero no ha tenido oportunidad —añadió Elena.

—¡¡Por favor, Abby!! —juntó las manos y me hizo un puchero.

Sonreí de lado.

—Joder, no quiero mezclar trabajo con amistades. Vais a arruinarlo todo.

—¿Qué dices? —Rose se hizo hacia atrás con desesperación—. Nunca me dejas divertirme.

Que se quejase como una niña pequeña me hizo soltar una carcajada. Carcajada que se me cortó de golpe al ver a la persona que se había parado junto a la mesa.

Addison LaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora