**VII. Con curas y gatos, pocos tratos.

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Los siguientes días fueron pasando con cuentagotas por culpa de la intriga visceral a la que nos veíamos sometidos.

Al principio hicimos unas cuantas expediciones más a la Deep Web, todas tímidas y cautelosas, dedicadas únicamente a cosas prácticas como crearnos un monedero virtual de bitcoins con el que hacer el intercambio y un tormail, el correo electrónico predominante en la red. Aunque no por ello se nos privó de unos cuantos sustos y avisos escabrosos. Vivíamos inmersos dentro de una estrambótica expectación propia de una peli de Tim Burton: en cualquier momento podía llegarnos una contestación al correo, una propuesta de compra o una orden de asesinato. Toda opción era posible.

Y como la espera se estaba haciendo eterna y aún más tentadora por culpa de aquel mundo sumergido que ahora teníamos al alcance de la mano, los underdogs empezaron a tontear por la Deep Web todos los días para saciar ese monstruo al que llaman curiosidad. Disfrutaban apostando quién era capaz de aguantar más minutos de vídeos macabros o sujetaban a Eileen frente a la pantalla, obligándola a ver cosas que le hacían gritar hasta que le dolían las sienes y que oscurecían su blancura un poquito más cada vez. Entonces siempre hacía lo mismo: se desprendía entre codazos y se abrazaba a River buscando consuelo. Y luego River les partía la cara.

Otras veces se les ocurría destrozarse la mente frente a una página Iluminati, hasta el punto de que era yo quien tenía que cerrar el portátil de golpe para despegarlos de la pantalla. Tan solo consistían en un conjunto de imágenes perturbadoras y callejones de clics sin salida, donde se desembocaba en mensajes que habrían cambiado el mundo si hubieran salido a la luz.

Eran dimensiones en las que prefería no meterme. De hecho, el día en que encontré a Cherry desabrochándose los pantalones frente a un vídeo de pornografía infantil acabé vetándoles el acceso y poniendo clave al ordenador.

—Dios. Venid todos. En esta página te enseñan a fabricar bombas caseras.

Chaplin pregonaba la llegada de las tres de la tarde para aquel que quisiera escucharle. Esta vez era Dean quien se encontraba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas frente al ordenador. Los underdogs dejaron lo que tenían entre manos para arremolinarse vagamente en torno al mayor, como una marabunta de hormigas atraídas por una gota de yogur.

—Siempre he querido tener una bomba. ¡Desde chiquitito! —canturreó Cherry.

—Salid de ahí... —avisé mientras caminaba a la habitación para descalzarme. Las zapatillas volaron por los aires y solté un bufido de placer cuando las baldosas frías besaron mis pies—. Ese tipo de páginas son ilegales en Inglaterra.

Dean frunció el ceño y cambió de página con pesar. Ninguno pretendía abandonar ese rol de niño ignorante vigilado por una madre demasiado dura, papel que yo había adoptado involuntariamente. Era más fácil dejar que otros cuidaran de ti y desechar toda responsabilidad con el clásico «si no conozco el peligro, no existe».

—Bien, pues... busquemos algo del Área 51. ¿De acuerdo?

—¡Oh, sí, sí! Me mola discutir si los objetos fotografiados por el cielo son ovnis o bolsas de la compra —apoyó River.

Tras varios segundos encontraron una página web que despedía un delicioso aroma a misterio incongruente. Incluso yo me acerqué a curiosear, encontrándonos frente a un informe detallado que daba explicación a la numerosa presencia de cráteres y cables insertados en el suelo de Nevada. Nuestros ojos titilaban y volaban por las líneas a toda velocidad con la avidez de una tormenta de arena, complacidos eternamente cada vez que dábamos con una imagen supurante de morbo.

Fue entonces cuando el brazo de Eileen saltó como un resorte y posó el dedazo en la pantalla, asustando la imagen por un momento y haciendo temblar el líquido que la componía. Sobre aquel punto. Aquella frase.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora