**IX. El perro es de su amo... y de la casa, el gato.

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Al día siguiente Hackney salió en las noticias. Vaya, qué novedad.

No creo que logréis entenderlo hasta que no lo veáis. Los camareros de Inglaterra intentan evitar los escándalos sirviendo copas con veinticinco mililitros de alcohol, medidos religiosamente y a un precio estratosférico, pero no pueden hacer nada contra una comunidad de ingleses que se pone como una cuba en su casa y luego salen a la calle desatados. Todo concepto de borracho violento que tengáis en mente queda como un adolescente parrandero si lo comparáis con un inglés ebrio a las cinco de la mañana. No les basta con estar como las cabras, no, siempre hay alguno que le parte una mesa a otro en la cabeza o que hace barricadas en los callejones para pegarse con otra banda. Hay negros que se pasean por ahí con navajas en los bolsillos. El pasado agosto incluso hubo tiroteos en el carnaval de Notting Hill.

Entre las víctimas de la turbia noche de Navidad estaba la cara de River, pero fue el único fallecido además de otro infeliz que se había ahogado en el Támesis mientras intentaba colarse en el HMS Belfast, el gigantesco barco-museo de la Segunda Guerra Mundial que había anclado en sus orillas.

Y por fin le vimos la cara al hijo de puta de su padre, el titánico militar que había atormentado a su madre y apaleado a River durante siete largos años. Salió en la tele lloriqueando por su hijo perdido y echándonos la culpa de haberle llevado por el mal camino. ¡Qué ganas nos dieron de ir a reventarle el coche con un bate, santa madre!

El ánimo cayó entre los underdogs como las gotas de agua en el mes de abril. Solo nos hablábamos por cuestiones básicas de convivencia, y cuando lo hacíamos, era siempre con frases ariscas y malhumoradas. Habíamos perdido toda noción de sociabilidad, a pesar de que ahora era cuando más unidos debíamos estar. Eileen dejó de comer y de ir al Leviathan. Se pasaba las horas tumbada en la cama donde River había muerto para «grabarse bien su olor antes de que se diluyera», según decía ella; algo que a mi parecer resultaba más siniestro que romántico teniendo en cuenta que el resto de underdogs no quería ni entrar en esa habitación.

Allí estaba otra vez, arrebujada en la colcha descolorida y con los cabellos castaños cayéndole por la cara sin ningún orden. La mirada desganada estaba perdida en algún punto del mundo mientras su móvil le susurraba palabras al oído en voz muy baja. Era una voz preciosa y horripilante a la vez, tan conocida y ajena como escuchar la voz de Hitler después de estudiarle en los libros de historia.

—«Hola, Eileen. Soy River. ¿Por qué no me coges el teléfono? Ya sabes que no me gustan las mierdas estas de los mensajes de voz. Bueno, solo quería recordarte que trajeras a Dean cuando vengas al Leviathan. Leona se está enfadando y está a punto de sacar la escopeta. Jaja, ya sabes. Te quiero, pajarito».

—¿Qué... ha sido eso? —mascullé con un escalofrío agradable en el corazón. Eileen no contestó; se limitó a pulsar una tecla de su móvil y a llevárselo a la oreja de nuevo.

«Hola, Eileen. Soy River. ¿Por qué no me coges el teléfono? Ya sabes que...».

—Eh, Eileen. Deja eso, venga. Dámelo. —Caminé hacia ella con cierto pavor por tener que acercarme a la voz fantasmal de mi amigo y al lugar donde respiró por última vez, cogiendo el móvil de la chica y lanzándolo al sofá.

Colibrí se quejó como una leona a la que le acaban de quitar a su cría y después se llevó las manos a la cabeza.

—Ha sido mi culpa. Fue mi brownie.

—La marihuana no produce muerte por sobredosis, Eileen. Tienes que dejar de pensar en eso. —Logré armarme de valor y empezar a deshacer la cama, con intención de cambiar las sábanas y, como segundo objetivo, lograr que la chica se levantara.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora