**VIII. De algo uno se tiene que morir, dijo el gato (...)

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El veinticinco de diciembre estalló contra los cristales junto a la nevada del siglo.

No, es broma. Amaneció lloviendo como siempre. Pero habría estado bien, ¿verdad?

Una Navidad más en esta ciudad de cuento, donde Harry Potter cogía el Expreso de Hogwarts en la estación de King's Cross y un hombre con una máscara blanca volaba por los aires el parlamento porque quería cambiar la sociedad. La fachada de Harrods quemaba cientos de vatios al día con su ejército de lucecitas doradas. Si no ibas con cuidado, podías darte de bruces contra un Santa Claus gigante o contra un arbusto en forma de reno plantado en medio de la calle.

Covent Garden estaba más encantador que nunca con sus mercados. El palacio de Buckingham se había guardado a sus guardias. Carnaby Street se había atiborrado de chismes de los Rolling Stones para complacer a los turistas. Camden Town tenía tanta actividad que empezaría a echar chispas de un momento a otro. E incluso el Soho (donde se encontraba el Leviathan y el Chinatown inglés) había decorado su pedazo de cielo con farolitos orientales.

Era la primera vez que los underdogs poníamos un árbol de Navidad desde que alquilamos el piso. Cherry quiso comprar un cactus gigante para demostrar lo rudos que éramos, pero la idea fue descartada al imaginar a siete personas sirviéndose vodka al lado de una figura llena de espinas. Después de darnos una vuelta por los mercados informándonos de los asombrosos precios que tenían esas putas mierdas de plástico, acabamos por coger un abeto viejo de la basura del vecino. La euforia del éxito con Gwendoline nos llevó a decorarlo colgando en sus ramas billetes de cinco libras. Que, oye, el árbol en sí era más triste que un brócoli esmirriado, pero nadie se habría atrevido a decir que parecía un árbol de Navidad de pobres.

Supongo que no es necesario decir que al día siguiente los billetes desaparecieron. Nadie dijo nada y todos rieron, por lo que tuvimos que volver a pensar en cómo adornarlo de una manera menos arriesgada. Así que para el día veinticinco de diciembre teníamos un hermoso abeto vestido con anillas de latas de cerveza, piercings que no usábamos y pintura de colores chorreando de sus ramas. Esto último había sido idea mía y le daba un aspecto muy cyberpunk y vanguardista.

El día de Navidad el Leviathan cerraba, como es lógico, aunque no habríamos podido ir porque también cerraba el transporte público. Era un día que se pasaba en familia y como que no era el mejor momento para ponerle los cuernos a tu pareja con una puta. Digamos que está feo. Hazlo al día siguiente, si eso, ¿no?

Alegres como estábamos a pesar del fracaso con la venta de Napoleón, que llevaba ya más de un mes colgado en la red sin recibir noticias, ideamos una gigantesca fiesta en nuestro piso donde solo permitíamos el paso de sustancias divertidas y veinteañeros dispuestos a divertirse.

Invitamos también a los ex residentes de la casa, Bengala y Liu, que pusieron un par de pegas iniciales para que quitáramos de su vista cualquier cosa relacionada con robos antes de pisar nuestro suelo. No tenían nada de qué preocuparse: esa noche Napoleón se encontraba indispuesto y nadie habría podido verlo ni aunque quisiera. Quizá pensaréis que se nos va la pinza trayendo gente a casa y arriesgándonos a ser descubiertos... pero qué queréis que os diga, éramos jóvenes y acabábamos de superar otro año lleno de penurias económicas, sociales y médicas. Nos sentíamos supervivientes de una Tercera Guerra Mundial: la de cada día.

Para los underdogs que no tenían familia o no se llevaban bien con ella organizamos una cena de Navidad también. Estos se resumían en huerfanitos como Eileen, Pato y Bengala, e inconformistas como River, Camaleón, Lady, Cherry, Roja y yo. Mientras que los primeros rogaban por tener unos padres con los que compartir champán, los segundos rogaban por alejarse de ellos todo lo posible. Era en este tipo de eventos cuando uno se acordaba de dónde procedía. Eileen había perdido a sus padres en un accidente de coche, los de Pato estaban en la cárcel por fraude y la madre de Bengala había sido deportada. Mientras tanto, los de Camaleón y Roja no soportaban a sus hijos, y los de Lady decidieron no apoyarle cuando se cambió de género y así terminó todo. Y por último estaban los dos extremos: Cherry se había largado de casa porque eran demasiado protectores y River porque le pegaban.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora