**XVIII. De noche, todos los gatos son negros.

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Los cuchillos metálicos pasaban en fila ante mis ojos, reflejando mi piel blanca y los piercings incrustados en ella. Metal contra metal. Las astas afiladas colgaban hacia abajo como un juego de garras portátiles para que se pongan los tigres después de haberse lamido las patas.

Dejé atrás la sección de cubiertos y me dirigí a la zona de alimentos básicos. Hacer la compra para cinco personas era una tarea loable; especialmente en el momento de pagar o de subir las bolsas por las escaleras. Eché un paquete de doce huevos al carrito y me encaré frente a los cosméticos buscando una crema baratilla para el tatuaje.

Era curioso cómo habíamos pasado de tener dos millones de libras... a no tener absolutamente nada. A la salida del Leviathan, As de Picas pegó una paliza a Liu por haber ayudado a Leona; fuimos nosotros quienes le detuvimos después de cierta vacilación. Madame Walker recibió nuestro maletín de dinero y desapareció en el reservado privado, probablemente para juntarlo con la bolsa de Oveja Negra.

Volvíamos a los cinturones apretados. Volvíamos a comer de magdalenas en oferta y a pedir limosna en el metro.

Camden Town burbujeaba bajo los toldos de los mercados. Bordeé a un yankee octogenario con más pelo en la barbilla que en la cabeza que estaba tocando la batería en plena acera, y continué la calle hasta llegar al porche de la casa de Jeff.

Al entrar, Kaiser me dio la bienvenida con unos tiernos ladridos desde el baño. Me dirigí a la cocina y me puse a ordenar la compra en los estantes.

—¿Has comprado cerveza, chico? —preguntó Dean apareciendo por la puerta. Por toda respuesta, saqué el pack de botellines y lo dejé encima de la mesa. Él se apoyó contra la pared y abrió una bolsa de cereales para tomárselos a puñados.

—¿A quién le toca hoy cocinar?

—A As de Picas, supongo.

—Buah, no estoy preparado para eso —se quejó el treintañero desde las alturas—. Si quiero comer mierda me bajo a cenar al kebab, que al menos invitan a cachimba de mango.

—Bueno, tampoco es para tanto. Le decimos que se deje de experimentos, que nos haga un huevo con arroz y...

Me detuve al abrir la huevera; el cierre de cartón estaba dado de sí. Los impresentables del supermercado. No es que me importara, había llegado a comer fideos orientales del contenedor de basura. Pero joder, es que hasta los huevos estaban... ¿manchados?

Me fijé mejor. Eran letras. Era un amasijo de letras pintadas con bolígrafo; una nebulosa de frases demasiado finas y demasiado juntas para llamarse texto:

«London Bridge is falling down, falling down, falling down... London Bridge is falling down, my fair lady».

Sin darme cuenta, había leído la frase cantándola. Mi mano alcanzó el huevo de al lado con el corazón parado.

«Build it up with wood and clay, wood and clay, wood and clay... Build it up with wood and clay, my fair lady».

El huevo siguiente no fue menos.

«Wood and clay will wash away, wash away...». Levanté todos los huevos, todos con el lado interior manchado de literatura. Doce huevos justo con los doce versos que tenía la famosa cancioncilla.

—¿Escribir canciones populares en los productos es una nueva forma de publicidad? —pregunté a Dean, tendiéndole uno. Él me miró con más asombro que repelús.

—Las niñas cantaban el London Bridge cuando eran pequeñas. ¿Qué es...? ¿Por qué has cogido una huevera con esta estupidez escrita?

—No estoy seguro... de que fuera defectuosa cuando la eché al carro. Puede que hayan dado el cambiazo cuando fui a buscar la cerveza —murmuré con la expresión paralizada—. Esto es alguien tratando de asustarnos. Quizá un aviso. ¿Alguien al que le gustaría tener a Napoleón entre sus manos?

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora