**I. Los rincones para los gatos y las esquinas para los guapos.

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«Joder, qué belleza. Qué pulcritud. Qué perezosas y azarosas pinceladas, que parecen ser hechas por una mano meciéndose al son de una música caprichosa y que, sin embargo, no pueden producir un mejor resultado que este. Algunos trazos son más gruesos, más potentes, como si Velázquez hubiera sangrado aquella porción de pintura y la hubiera extendido allí precisamente para que yo me fijara en ella, cuatro siglos después.

Con razón La Venus del espejo es la mayor joya del museo. ¡Qué innegable perfección! ¡Qué irrepetibles plumazos de sensaciones! ¡Qué ganas de ponerme a sangrar yo también sobre un lienzo!

Una amiga me dijo una vez que la inspiración es como un orgasmo: entra, devasta todo a su paso y sale por la puerta de atrás, dejándote tembloroso y vulnerable como un cordero. Creo que tiene razón. Creo que en este instante podría derribarme hasta la más minúscula gota de lluvia.

Y es tan real, tan expresiva cada línea. Incluso aquellas fugaces que indican que el pintor se ha equivocado de color o de forma y que lo ha intentado corregir, que no le ha importado que el resultado sea visible a ojos de otro artista... que me veo reflejado en él, en el espejo de la Venus, en los pliegues de la cama, en los brillos de la cadera del ángel. Y siento que la admiración que le profeso es tan celosa que solo se la quiero profesar yo. Que lo quiero para mí y que nadie más lo vea».

—Eh, muchacho. Vamos a cerrar el museo. Diríjase hacia la salida, por favor.

El guardia interrumpió mi ensoñación con voz cansada; la de un trabajador que no deja de mirar el reloj en los últimos cinco minutos de jornada.

Pero yo no tenía prisa. Ni ganas de cambiar este paraíso pictórico por una habitación con las paredes llenas de manchas. Así que paseé hacia la salida por el camino más largo, intentando prolongar esta muerte tan viva que me llevaba por los entramados del National Gallery y que me honraba con la presencia de obras como Los girasoles de Van Gogh. Al pasar a su lado me asaltó un irremediable deseo de tocarlos y comprobar si eran tan rugosos como querían parecer, pero el guardia me seguía de cerca y me vi obligado a contenerme.

Y es que el arte no se puede palpar. Los bien-vestidos con dinero creen que la belleza sublime solo se admira detrás de un cordel de terciopelo, que no hay modo de disfrutar un cuadro utilizando solo las yemas de los dedos.

Entonces algo despertó mi extrañeza: un horrible espacio en blanco allí donde siempre había estado el Santa Margarita de Zurbarán. Fue tal la fuerza del interrogante que no pude evitar detener mis pasos para ver por qué habían trasladado el cuadro. En el centro del marco vacío había una pequeña inscripción provisional: Napoleón cruzando los Alpes, de Jacques-Louis David, colección del Palacio de Versailles. Exposición temporal: 13 de noviembre.

¿Qué era eso que retumbaba como unos altavoces conectados a unas vías de tren? Palpé con cuidado, como hubiera hecho con los girasoles pero por encima de mi camiseta, y sentí las vibraciones del corazón al pensar que dentro de unos días tendría a mi merced una joya más que atesorar. Un cuadro único e insólito procedente del gran David y que yo, por mi baja posición económica, solo podría ver en Londres gracias a los intercambios que hacía el National Gallery con otros museos.

Para que luego digan que los jóvenes de veinte años no tenemos cultura, que solo pensamos en beber y follar. Yo, que en ese instante debería estar moviendo mis hilos para conseguir unas libras, y que en lugar de eso me había vuelto a pasar el día encerrado en ese paraíso personal. Menos mal que era gratis; había escuchado que en otros países existían buitres que cobraban por entrar a los museos. No sé ni cómo se las arreglaban para ponerle precio al arte.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora