**EPÍLOGO. Por un gato que maté, me llamaron matagatos.

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—No me lo esperaba tan grande. A ver si nos dejan hueco para acercarnos. —La pareja esperó a que la multitud se disipara un poco—. Ahora.

—Míralo. Es espléndido. Podría oler el sudor del caballo desde aquí.

El hombrecillo se apoyó la mano en la barbilla con actitud pensativa. Su compañera parecía igualmente deleitada.

—Y el clima tormentoso del fondo arrastra las crines y la capa roja. Qué color tan potente, ¿eh?

Yo no podía verlo. Desde mi posición solo avistaba las cabezas del público y la espalda de los dos turistas poniéndose de puntillas. Pero no me importaba. Después de haber pasado cinco duros meses aprendiéndome cada milímetro del cuerpo de Napoleón, podría decir que estaba harto de verle.

El primero fue a contrarreloj, dedicado a dominar todas las técnicas de restauración que existían y a practicar el estilo de pintura de David hasta que me salió de forma natural. Luego sucedieron otros cuatro meses con la espalda arqueada sobre un andamio, recomponiendo cada jirón de piel de caballo, cada guijarro desconchado y cada mísera escama de ropa. Habíamos retirado cualquier mota de polvo y piedra de asfalto incrustada. Habíamos unido los abismos de vacío hasta que solo quedaron unas grietas finas y luego habíamos tapado esas grietas finas con argamasa y pintura, para que el mundo jamás fuera consciente del sacrilegio. Antes de echar el barniz habíamos tenido que volver a pintar zonas enteras, como la pechera de Napoleón, el tranco trasero del caballo y las palabras de la parte inferior.

Mi pincel se había posado allí donde David puso el suyo. Eso no dejaba de provocarme temblores por las noches y un profundo desprecio hacia mi persona. Falsificar pinturas de tamaño folio y fama cuestionable no era nada comparado con el trabajo que había supuesto esta atrocidad. Ya era devastadora la culpa por haber roto su obra, pero peor había sido tener que mancillar su tinta de más de doscientos años con la mía. El autor pondría su vista sobre mí en este momento y bajaría la cabeza decepcionado. Me temblaba el labio. Estaba endeudado de por vida.

—¿De verdad Napoleón cruzó así los Alpes? He oído que la versión de Delaroche es más leal a la historia, pero nadie puede negar que la de David es más elegante.

Había resultado un esfuerzo titánico para mi mano derecha. La pérdida del dedo meñique y el anular se había llevado con ellos gran parte de mi precisión. La frustración de la primera semana me había hecho llorar en silencio, sentado en la cama de aquella habitación insensible en la que me habían instalado. Una cárcel de paredes insípidas en la que solo tenía tiempo de martirizarme por no poder corregir a Napoleón y por tener que hacerlo, y de rememorar la pérdida de mi hermana, de mi perro y de mis amigos. Había sido peor que el infierno. Salir cada día de la cámara de restauración después de doce horas de trabajo y recibir aquel vacío. Aquellas paredes.

Solo Adrien, mi compañero de trabajo, se molestaba en ponerme la mano en el hombro y en llevarme un café a la habitación de vez en cuando, para hablarme de su novia de Arizona y de sus viajes por Estados Unidos. Me agradaba. Me distrajo los dos primeros meses. Empezó por Oklahoma y acabó por Kentucky. Entonces se le terminaron los Estados y yo no tenía nada que contarle, porque nunca había salido de Inglaterra y mi mundo se reducía a unos suburbios que ni él quería escuchar ni yo quería contar. Suerte que para ese momento mi mano empezó a colaborar y la angustia se disipó un poco. Avanzábamos con cuidado y G.F. nos miraba desde las cámaras.

—Y qué pinceladas —seguía parloteando el matrimonio de turistas.

—Y qué porte. Si me dicen que ese hombre era un mendigo de la calle no me lo creería. Cualquiera parecería un emperador con esa estampa.

A mí también me habría encantado tener una pareja que compartiera mi pasión. Sonreí con cansancio, permitiéndome el lujo de hacerme el egocéntrico por un rato. ¿Dónde estaba el verdadero arte y mérito de todo aquello, en la falsificación o en el original? ¿En crearlo a partir de la nada, sin presiones ni cánones que seguir... o en crearlo abandonando el estilo con el que te sientes cómodo, ateniéndose a un modelo y plasmando cada pincelada con la misma soltura que tuvo el autor hace dos siglos?

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora