Cuatro de enero. El frío había levantado su reino.
Entré en casa y tiré las llaves a la encimera. Inmediatamente se escucharon las uñas de Kaiser repiqueteando por el pasillo al galopar hacia mí.
—Hola, colega. ¿Cómo va tu estómago? —pregunté al perro mientras le rascaba las greñas cobrizas. El animal elevó la vista hasta que apareció el blanco bordeando sus esferas negras.
Un conjunto de ruidos ligeros desvió mi atención hacia el final del pasillo, hacia una de las habitaciones. Sonaban a rapidez y a movimiento, como si alguien estuviera desvalijándolo todo. Con el nudo apretado al cuello, gateé sigilosamente hacia la habitación invadida. Mis ojos se detuvieron sobre una chica de pelo castaño que estaba mandando a volar toda la ropa que encontraba en el armario, jadeando con cada brazada y con las mejillas empapadas de lágrimas. Lo sabía por la luz de la mesilla que se reflejaba en ellas.
—¿Eileen? —pregunté desconcertado, incorporándome con alivio—. Menudo susto me has dado, pensaba que había vuelto a entrar alguien en casa. Ojalá ese hijo de puta de Sascha. Le habría dado una paliza. Eh... ¿Estás bien?
La chica se tomó un descanso para mirarme y sorber los mocos.
—Es que he dejado ahí un par de cebollas para espantar los mosquitos. Y me hacen llorar —repuso señalando las picosas hortalizas que había en la encimera. Luego envió otra camisa al cesto.
—No tenemos mosquitos en esta época —repliqué con voz queda, inseguro también sobre la propiedad de las cebollas—. ¿Estás tirando la ropa de River? ¿Por eso estás llorando?
—No. Lloro por las cebollas. He dejado ahí las cebollas y lloro por eso. He superado lo de River. Si lloro es por las cebollas. River no tiene nada que ver con eso. Podría quitar su ropa sin tener las cebollas ahí, pero por favor, no las quites. Volverían los mosquitos. Y entonces no podría llorar a gusto, ni limpiar el armario. —Eileen sorbió los mocos y vació el cajón de calzoncillos casi con odio—. Pero no lloro por River. Son las cebollas.
No dije nada. No la molesté. Era consciente de que la autoconvicción podía mover montañas. Al llegar al salón me encontré con la mirada de Cherry cargada de reproche. Estaba repantingado en el sofá con un porro en la mano y un solo calcetín puesto.
—¿No le vas a decir nada? Ahora la habitación huele como una despensa de la Edad Media. Las ratas ya las ponemos nosotros.
—¿Qué le voy a decir? —repuse, dejándome caer a su lado—. Está usando las cebollas como excusa para desahogarse. Si se siente débil le basta con desviar la tristeza hacia esas asquerosas hortalizas y fingir que no le afecta sacar a River de casa. Y ya que ninguno de los dos queremos tocar las ropas de un muerto, te sugiero que no pongas pegas y la apoyes moralmente.
El adolescente se quedó pensativo.
—¿Crees que estamos siendo unos cabrones al dejar que su propia novia se ocupe de todo?
Esquivé la pregunta con evidente descaro. Prefería asombrarme en secreto de lo valiente que era a veces la pequeña Audrey en comparación con nosotros. Miré a Chaplin. «Hey, eight o'clock!», dijo.
—Mierda. Quiero cenar ya. ¿Dónde está el resto?
—As de Picas se queda hoy en el Leviathan y Dean dijo que estaba a punto de llegar. Estará subiendo.
Por eso a ninguno nos sorprendió que sonara el timbre en ese instante.
—Es él. Abre tú —inquirí con desgana. Eileen murmuraba algo con los dientes apretados en la habitación de al lado.
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Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)
Misterio / SuspensoPUBLICADO CON NOVA CASA EDITORIAL, DISPONIBLE EN PAPEL Y EBOOK Hayden se sentía confuso una vez más, acorralado y bailando con la muerte como la absurda rata que era. Las oportunidades le rechazaban y se escurrían como el agua entre sus manos, c...