**III. Gato gordo, honra su casa.

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El lunes por la mañana amanecí con una resaca demoníaca, el bello producto de una noche tranquila junto a los demás underdogs y unas botellas de tequila. Lo cierto es que el resfriado me había dejado hecho un saco de mierda, pero no podía tomarme ningún medicamento por la desorbitante cantidad de alcohol que debía de tener en sangre.

Pero como era Lunes Sopa, mi resaca y yo tuvimos que salir de la cama y mover el culo hacia el tren que nos llevaría a casa de mis abuelos. Los lunes eran los venerables días de la semana en los que mantenía alguna relación con mi familia... y eso se traducía, más que nada, en que mis abuelos nos invitaban a mi hermana y a mí a comer a su casa situada en Sussex Gardens. El plato del día era la sopa sagrada que llevaba haciendo la abuela Abbeline durante cincuenta años y que había pasado de generación en generación desde los primeros homínidos. Por este motivo, este día es apodado Lunes Sopa desde que tengo conciencia de mi conciencia.

Si os preguntáis por mis padres... No, ellos no van nunca. Antes sí, claro, pero desde que tuvimos nuestro pequeño desliz dejaron de ir a visitar a los abuelos el mismo día que yo para no cruzarse conmigo. Hace un año incluso no dejaban ir a mi hermana, por lo que estuve casi dos años sin ver a Janice hasta que mis abuelos intercedieron por mí y lograron que coincidiéramos, al menos, un par de horas a la semana.

Un coche me perdonó la vida cuando fui a cruzar la calle, en el más absoluto embobamiento. Otra vez esta existencia vacía, monótona. Esta tubería con goteras, este coche que perdía aceite cada vez que intentaba arrancar. Otra vez este puto invierno a la vuelta de la esquina. Este clima lluvioso que amenazaba con apagar la mísera llama de mi interior.

Hoy hacía frío. Mucho. Pero no de esos fríos romanticones que surcan las películas de Santa Claus en los días de Navidad, no: un frío cortante y gélido que se te colaba entre las ropas como una mujer atrevida y te ponía la piel de gallina hasta en los huevos. El estúpido invierno de Londres, como en todos los países nórdicos, aparecía mucho antes de la cita prevista.

Los hoteles de Sussex Gardens iban llegando y quedando atrás. Cientos de verjas negras, cientos de edificios blancos. Cientos de jardineras, cientos de números pegados a las paredes, cientos de negocios detrás de las recepcionistas aburridas. Esta zona residencial de Londres tenía un aspecto especialmente tradicional para que los turistas lloraran de emoción nada más bajarse del taxi, creyendo que por ser una zona tan inglesísima iban a encontrarse hasta a la misma reina Elizabeth sentada en su cama tomando el té. Casi podías sonarte los mocos con una bandera si te veías apurado.

Los autobuses rojos traqueteaban de un lado a otro, destacando molestamente junto con las clásicas cabinas telefónicas del mismo color. El cielo apenas era visible por culpa de los altos edificios y los árboles llorones que los acompañaban. Las hojas rayaban el aire sin cesar. Me encogí dentro de mi abrigo.

—¡Hayden! Chiquillo, que te pasas de largo —exclamó una voz temblorosa desde la distancia.

Brandon se encontraba parado en la escalerita, sin atreverse a salir del rellano y enfrentar a las gotas que caían de la repisa. Vestía un chaleco de punto negro sobre una camisa azul, como los de los cincuentones retirados que juegan al golf y llevan a su hija a equitación.

—Ah... hola, abuelo. Lo siento, iba pensando en mis cosas. Eh... No, no salgas, ya voy.

El anciano dejó caer su manaza sobre mi hombro a modo de saludo, como siempre hacía, y me invitó a pasar justo antes de que una señora arrugada y de mirada cristalina me capturara en el pasillo.

—¡Cariño! ¿Qué tal la semana? Pasa, pasa. ¡Espera! Límpiate las suelas en el felpudo, que he fregado. Así, muy bien. —Entonces Abbeline me quitó el abrigo y me dirigió una mirada alarmante, agarrándose a mis costados—. ¡Hijo! Cada vez estás más delgado. Tienes que comer más.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora