**VI. La curiosidad mató al gato.

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Quince de noviembre.

Seis días habían pasado ya desde el asalto a la furgoneta.

Seis noches hartadas de descorchar botellas y proveer sustancias ardientes al cuerpo. Habíamos brindado por nuestro premio y por nuestro sacrificio, por las casualidades, por los semáforos con botón... por todo. Por el arte. Aquel que nos había proporcionado una meta por la que unirnos, un futuro reluciente y unos medios para lograrlo. Porque no hay que olvidar que no hubiéramos conseguido a Napoleón sin el arte: sin el cincel de esculpir que levantó el asfalto, sin la pintura negra que cambió la matrícula, sin el lápiz de medida que eligió la diana correcta. Sin la cebra de colores.

Qué puedo decir en mi defensa... El arte es una dama caprichosa.

Y habíamos brindado por Londres y por su museo, que ahora era nuestro en una milésima parte. No me miréis así. Vosotros no lo entenderíais, es cosa de accionistas.

Pero el alivio se había marchado tan pronto como había asomado la nariz. Los underdogs se llevaban las manos a la cabeza diariamente e insistían en que había que venderlo enseguida, que seguro que la policía estaba rastreándonos, que quizás están extorsionando a la adorable señora Harrison por nuestra culpa, que seguro que la señora Harrison es policía, Hayden. Resultaban tan condenadamente pesados y convincentes que tenerles fuera de casa por unos minutos era como descalzarse tras una larga caminata.

Aquel día el piso seguía sin River, sin Eileen, Cherry y Jeffrey. Se habían ido a casa de este último para incinerar todos los objetos que habíamos utilizado en el robo: los monos de obrero, los paraguas y los conos. Vivíamos con la permanente posibilidad de que un agente llamara a la puerta en cualquier momento, y eso solo ocasionaba un involuntario deseo de permanecer lo más alejado del piso posible. La gran paradoja consistía en adorar la compañía de Napoleón, pero sin tener demasiadas ganas de verle la cara. Así era como Dean y As de Picas se encontraban siempre en el Leviathan. Así era como todos los underdogs del aquelarre me habían dejado solo.

Con él. Por fin.

¿Quién querría contemplar las danzarinas llamas del fuego cuando él era aún más luminoso? ¿Quién querría presenciar el desenfadado ambiente del pub cuando él provocaba un aura mucho más serena?

Abracé mis rodillas en silencio, sentado en el suelo y mirándole a prudente distancia para que no me atrapase con sus garras. No me cansaría de mirarle jamás. Era enorme, iluminado vagamente por la luz maternal que entraba por la ventana. La rastrera apariencia de la habitación parecía rendirse ante su presencia detonante y regia. ¿Sería a tamaño real? ¿Mediría eso el caballo en el que fue inspirado el dibujo? Había escuchado que Napoleón fue un tipo bajito, sí, pero, ¿de verdad me igualaba de una forma tan fraternal que hasta podría estrecharle la mano?

Kaiser dormitaba a sus pies, quieto como si también formara parte de la pintura. Los vecinos cacareaban y reían a través de la ventana rota del baño. Pero, por lo demás, silencio.

¿Silencio? No. Había algo ruidoso en el aire: ese rojo chillón que refulgía en la capa del conquistador y que proyectaba un alma carmesí sobre las paredes tristonas.

Recuerdo aquella vez en la guardería en la que un niño bestia me clavó un punzón de manualidades en la espalda, rajándomela de norte a sur. Dicen que debió ser un accidente... Sí, un accidente... Los cojones. Estoy casi seguro de que me odiaba. El caso es que al instante todo el mundo empezó a correr de un lado a otro, la alfombra se manchó de sangre enterita y los niños se pusieron a chillar como si les hubieran llevado al matadero; simplemente por pura inercia. También recuerdo el horrible dolor en mi espalda, tan insistente y a la vez tan ajeno. Como no era capaz de verme la herida no comprendía que toda aquella sangre desordenada me pertenecía, así que lo que hice fue quedarme donde estaba y empezar a pintar con ella en la pared. No lloré, no grité. La forma en que el carmesí lamía el muro me tenía hipnotizado, casi tanto como dejar la huella de mi mano impregnada en él.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora