**X. Mucho sabe el ratón, pero más sabe el gato.

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—Se tarda un poco en llegar, pero vale la pena. Además, seguro que aún no han quitado las luces de Navidad.

—Pero está al otro lado del Támesis, ¿no?

—Sí. Cruzaremos por el Tower Bridge, para que veas que es aún más genial que como lo sacan en las películas.

Aquella misma tarde dejé que Sascha me acompañara a tomar el aire. El ataque de ansiedad me había dejado volátil y exprimido como un globo explotado contra un pino, así que se me había antojado un gigantesco trozo de tarta de manzana en Borough Market y el chico no había podido negarse.

Sascha me contó que había llegado a Londres hacía dos semanas y que se encontraba totalmente solo. Que su padre había sido detenido en el aeropuerto por algún tema chungo y que en cuanto tocaron tierras inglesas, había ordenado a su hijo correr como alma que lleva al diablo. Cuando al día siguiente volvió a Gatwick a preguntar por él, no le dieron ninguna respuesta concreta, ni tampoco cuando llamó a la policía para preguntar en qué comisaría estaba. Me pareció rarísimo que la Metropolitana no tuviera ningún registro del señor Korovin; me imaginé un ruso gigantesco y bigotudo moviendo hilos con sus mafias para escapar de la cárcel.

Como resultado, ahora Sascha se encontraba perdido en una ciudad desconocida y sin una mísera libra, por lo que se había visto obligado a aceptar el trabajo de Leona para malvivir hasta que encontrara a su padre bigotudo y mafioso. El chiquillo me dio tanta pena que le acompañé a preguntar a la comisaría más cercana, pero con iguales resultados.

Caminamos por la orilla del turbio río durante tres cuartos de hora, acompañados siempre por la imponente visión de la London Eye.

—¿Te has montado ahí alguna vez? —preguntó Sascha, señalando la noria gigante.

—Qué pregunta más estúpida. —Solté un bufido mientras seguíamos nuestro camino en dirección al puente.

—Puede ser un lugar bonito para llevar a una chica en una cita —sugirió.

—A las chicas inglesas no les impresiona subirse. Y por eso tienes que encargarte tú de impresionarlas ahí dentro.

—¿A qué te refieres? —quiso saber Sascha.

Le dirigí una mirada divertida y le atraje hacia mí con el brazo para murmurar:

—Tienes mucho que aprender, pequeño saltamontes. El año pasado se puso de moda un juego entre los underdogs que consistía en pagar a medias un ticket para la London Eye y tirarte a tu pareja antes de que diera la vuelta entera. Era fácil, por supuesto. Va muy lenta. La gracia estaba en conseguir que te dieran un vagón para ti solo.

—¿En serio? —se asombró el muchacho ruso—. ¿Cómo lo sabes?

—Pues mira, fíjate en ella: tiene todos los vagones blancos excepto uno que es rojo. Es el que usan para como referencia para medir las vueltas. —Cerré los ojos con expectación—. Pues te diré que todos eran blancos... hasta que Roja y yo nos subimos en ese y lo encendimos.

Solté una fuerte carcajada, que al principio dejó a Sascha desconcertado, pero que después le hizo reír sonoramente y pegarme un puñetazo en el hombro por haberle mentido.

—Era broma, colega. Me lo acabo de inventar —repliqué—. Esa mierda es carísima... y aquí no está el horno para bollos. Esas cosas están hechas para los turistas.

—Los nativos siempre os quejáis de las cosas que están hechas para los turistas, pero luego es lo primero que mencionas cuando te preguntan por tu país.

Continuamos caminando junto al Támesis. Al final no era tan mal chico. De hecho, tenía una sonrisa encantadora, aunque suene muy marica que yo lo diga. Pero no me miréis así, que yo solo estoy valorando su potencial como underdog. Además me divertía su acento porque parecía que la R se le atravesaba en la garganta.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora