**XI. El trato engendra amistad entre el perro y el gato.

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Treinta de diciembre.

Aquella noche mis pensamientos gritaron más de lo permitido: la imagen de River con el cuerpo rígido me seguía atormentando. Tuve que quedar con Eileen a las cuatro de la mañana para tomarnos un chupito de agua con una pastilla del sueño. Toda una fiesta. Fue un alivio cuando por fin las pestañas cayeron.

Como resultado, al despertarme estrené un semblante fofo y descolorido. Eran las siete de la mañana y lo único que quería era salir de estas estúpidas paredes y peregrinar por la ciudad como si tuviera algo que hacer con mi vida.

En Londres abundaban muchas cosas: los restaurantes de sushi, los bares turcos, las banderas tricolores, los emblemas de los Beatles y de los Rolling, los autobuses rojos, las palomas de los cojones y las estatuas de caballos infestando las calles. Pero si había algo que se había extendido como una gigantesca hipoteca de reproducción asexual, eran los Pret a Manger. Los Starbucks tampoco se quedaban atrás.

«Look right» me decía el asfalto junto al paso de cebra, creyendo que era imbécil. Tenía la sensación de vivir con el rumbo marcado toda mi vida. Hacia dónde mirar, por dónde cruzar... Pero claro, eso es culpa de los londinenses, que conducen fatal. O de una ley que deja manejar un coche a un crío de diecisiete años. ¡Pero «Mind the gap» decían los andenes también! ¿Es que acaso no teníamos derecho a ser atropellados sin que algo nos indicara que habíamos elegido la opción incorrecta? ¿Y si yo quería que me atropellaran?

Era decepcionante saber que todos los caminos habían sido andados y que cualquier ruta estaba perfectamente marcada. La muchedumbre era un decorado, un telón de gente sin objetivos. O peor aún, todos con el mismo. Daba la sensación de ser uno más del montón siguiendo a los demás. Mentiroso aquel soñador que dijo que solo los peces muertos siguen a la corriente, porque de la corriente no puede escapar ningún pez.

Espantado por la grandilocuencia de Regent Street, esa calle comercial infestada de turistas, luces de navidad y pulcra arquitectura que lleva hasta Piccadilly en forma de curva, me decidí por un callejón marginado que iba mucho más acorde con mis preferencias.

La cómoda avenida olía a meados de gato y estaba custodiada por una hilera de pisos antiguos y amarillentos. Los balcones sobresalían con sus verjas oxidadas y las bicicletas estaban abandonadas a la puerta. Las cañerías ennegrecían las paredes y les daban un aspecto sucio, junto al musgo viscoso y podrido que había crecido en las repisas. Circulando entre ellas estaban los cables del tendido eléctrico. En las ventanas no había persianas (porque en los países grises no existen las persianas) pero las cortinas desgastadas llevaban tanto tiempo bajadas que ya no sabías si era porque en realidad se habían caído. Las basuras se deshacían a la puerta esperando a que pasara el camión. Acentuándolo todo, el frío.

A veces pienso que Londres es como una gran función hecha para el público, pero una de esas farsantes que no sienten lo que padecen. Es una ciudad como muy de plástico, una sitcom llena de actores demasiado buenos para ser reales.

Saqué un cigarro con los dedos tiritando. Los adoquines mal encajados de la acera estaban especializados en tirar a las abuelitas al suelo. En una esquina, las moscas se arremolinaban en torno a una paloma muerta y en descomposición.

El humo blanco saliendo de mis pulmones no me dejó satisfecho del todo.

«Ah... Hayden. Alguien aquí necesita un porro, ¿eh?»

Llevaba una semana sin probar nada agresivo a causa del sentimiento de culpa hacia River, pero tarde o temprano mi cerebro acababa pidiéndome un poco de gasolina. Yo jamás había sido un yonki que sintiera en sus carnes algo que pudiera llamarse adicción, por muchas sustancias que hubiera probado en mi vida. Las drogas para mí eran un vehículo para la inspiración y nada más, y me alegraba de no ser uno de esos underdogs que tienen que reservar una parte del sueldo de Leona. Las cosas solo surgían, como un flechazo psicológico exigiéndome que sacara a mi mente del aburrimiento y la cotidianidad.

Los gatos negros de Londres © (también EN PAPEL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora