Rory| "La soledad era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo frio en el que se mueven las estrellas y ella era esa luz explotando a la distancia, dándole calidez a su helada soledad"
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Sebastián tenía el altar listo, las catorce velas negras necesarias, el libro de hechizos y un objeto perteneciente a Rory, su famosa chaqueta roja, ahora, solo necesitaba empezar a redactar el conjuro que la traería a la escuela.
Musa quien estaba afuera, siguiendo los pasos de los brujos de sangre con cautela, grababa todo y se lo enviaba a las chicas, cuando de repente, escuchó una risa, se acercó al origen del lugar, asomándose por una pequeña abertura y grabando todo.
La sala resonaba con la risa triunfante del brujo, cuyos ojos brillaban con una malicia inquietante. Su figura se erguía con altivez, imbuida de una confianza despiadada que envolvía todo a su alrededor. En su rostro se dibujaba una sonrisa siniestra, el reflejo de su éxito inminente.
Cada movimiento de Sebastián parecía estar imbuido de un magnetismo oscuro y poderoso. Cada acción, cada palabra, estaba calculada para sembrar el caos y cosechar la victoria. Podía sentir cómo la energía maligna se expandía, como una marea negra que inundaba el ambiente, envolviendo todo en su dominio.
La sensación de triunfo llenaba el aire, cargada de una satisfacción retorcida y perversa. El villano saboreaba cada momento, deleitándose con el poder y la supremacía que se vislumbraba ante él. El éxito estaba a punto de coronar sus esfuerzos, y lo sabía con una certeza que le confería una arrogancia inquebrantable.
Sus seguidores, súbditos de su malvado reinado, celebraban con fervor, alimentando su ego con aclamaciones y vítores. El villano se deleitaba con su influencia sobre ellos, con el control que ejercía sobre sus mentes y corazones. La sumisión de aquellos que alguna vez fueron libres era una prueba irrefutable de su poderío absoluto.
En sus ojos brillaba la satisfacción del conquistador que ve cumplidos sus más oscuros deseos. El destino se había convertido en su cómplice, otorgándole los medios necesarios para alcanzar su cometido. La victoria estaba a punto de ser suya, y saboreaba ese momento con una mezcla de euforia y perversa regocijo.
En su mente, se forjaba un mundo en el que él era el rey indiscutible, donde sus enemigos se postraban a sus pies y la resistencia se desvanecía en la oscuridad. Cada paso que daba hacia la realización de sus malévolos planes era un triunfo sobre el orden establecido, una victoria sobre la luz misma.
La sensación de triunfo inundaba todos sus sentidos, envolviéndolo en un aura maligna que no admitía dudas ni vacilaciones. Estaba en la cúspide del logro, a punto de saborear la dulce recompensa de sus esfuerzos. El mundo estaba a punto de rendirse a su voluntad, y nada ni nadie podría detenerlo.