Prólogo

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Sentí el frío del invierno abrazarme y las gotas de lluvia pasando por todo mi cuerpo. Miré hacia atrás y solo había una puerta cerrada. Una simple puerta de madera vieja, pero con muchos momentos detrás de ella. Y aunque sabía que podía abrirla, ese día decidí que no, que ya era suficiente y debía escapar de allí. Así que únicamente con lo que tenía puesto, empecé a caminar. No sabía hacia dónde, simplemente lo hacía.

Traté de ser valiente y mantenerme positiva, pero mi mente no lo permitió. Sentí miedo, pero no el miedo que se le tiene a la oscuridad, sino el miedo que provoca lo desconocido.

Mientras caminaba, empecé a llorar. Lloraba por tantas cosas. Lloraba por lo que estaba dejando atrás y por lo que estaba por venir adelante. Lloraba porque no sabía si realmente había tomado una buena decisión. Lloraba porque tenía miedo de que se tratara de un impulso estúpido provocado por el enojo que llevaba dentro.

Aun así, seguí caminando, sin rumbo y con la mirada perdida. Porque así me sentía. Ya hacía bastante tiempo no podía encontrarme, hasta incluso mucho antes de salir de esa casa.

El frío se intensificaba y la lluvia, que cada vez se volvía más torrencial, no ayudaba. Las calles de la ciudad que contaban con poca iluminación parecían sacadas de una película de terror y como ya era muy tarde nadie transitaba por ellas. Solo yo, yo y mi sombra.

Decidí parar a descansar y me refugié bajo el pórtico de un viejo negocio que se encontraba cerrado. Me senté en el suelo y abracé mis piernas tratando de encontrar un poco de contención y calor. Parecía una vagabunda sin hogar y prácticamente lo era. Sola y a la deriva.

Aunque antes no era así, tenía amigos y una familia. Entonces me preguntarán, ¿Qué es lo que sucedió? La respuesta en simple; crecí. Crecí y me di cuenta que vivía en una burbuja. Un día, esa burbuja explotó y la realidad me golpeó de la manera más cruel que podría existir. De a poco, me dejó completamente sola.

Una brisa fría llegó a mí y me estremecí. Respiré hondo y me abracé más fuerte a mis piernas. No quería pensar más en cuál sería mi destino, ni recordar momentos del pasado, quería por una vez en la vida, tener la mente en blanco. Callada, sin quejas, ni reproches, ni culpas. Entre tanto caos, solo estaba buscando un poco de paz.

Saqué mi celular del bolsillo de mi sudadera. Agradecí a las estrellas que, a pesar de la lluvia, este no se había dañado. Miré la hora y lo volví a guardar.

Tres de la madrugada y yo todavía seguía perdida en la ciudad. Aunque no sabía exactamente lo que estaba buscando o si quería que alguien me encontrara.

Fijé mi mirada hacia la carretera y luché para mantener mi mente en blanco, pero algo ocurrió. Escuché un ruido junto a mí y me sobresalté. Estar en los suburbios de una ciudad a altas horas de la noche no era para nada seguro para una chica de 18 años. Sin embargo, suspiré aliviada al notar que se trataba simplemente de un perro. Era pequeño y peludo, de color blanco, negro y marrón. Estaba acurrucado contra el muro del negocio y temblaba de frío. Parecía perdido, tenía una mirada triste que provocó que mi corazón se estrujara. Le extendí mi mano, pero él no se acercó, miró con desconfianza y se alejó un poco.

—Te entiendo, después de tanto daño es difícil confiar en alguien—comenté en voz baja. El cachorro me miró curioso—. Tranquilo, todo va a estar bien algún día.

Ambos tiritábamos por el frío, y él en un intento de encontrar calor comenzó a acercarse con timidez. De a poco, la distancia que nos separaba desapareció. El pequeño apoyó su cabeza en mi brazo y lentamente se fue subiendo sobre mis piernas. Comencé a acariciarlo suavemente y él empezó a mover su cola con alegría. Sus ojos estaban cambiando, ya no parecía tan asustado, y yo tampoco. Me sentí tranquila y sin siquiera luchar, mi mente se calló. Un par de caricias y lengüetazos bastaron para hacerme ir de mi realidad por unos minutos.

Terminé descubriendo que se trataba de una perrita y no un perrito. Una perrita dulce y cariñosa, que tenía miedo de ser lastimada, pero sus ganas de amar y de ser amada podían más.

Luego de un par de caricias y juegos, ella quedó plácidamente dormida sobre mí. No sé exactamente cuánto tiempo me pasé sentada allí con ella, solo sé que hacía mucho tiempo no me sentía así.

Sin embargo, como nada dura para siempre, ese momento no fue la excepción. Se escuchó un ruido fuerte que venía de un coche y ambas nos estremecimos. La pequeña saltó de mis brazos y comenzó a correr por la acera. Yo me levanté lo más rápido que pude y corrí para alcanzarla. Para ese entonces, la lluvia ya había cesado, las nubes comenzaban a dispersarse y aparecían las primeras estrellas.

En un momento, ella se desvió y cruzó la carretera. Yo corrí tan rápido como pude, no quería perderla de vista. Sin embargo, había perdido de vista un pequeño pozo repleto de agua que había en el medio de la calle que se encontraba en mal estado, y caí. Caí y para cuando levanté la mirada, lo único que podía ver era a ella alejarse. Corría como si su vida dependiera de ello, y la verdad, es que su vida seguramente se basaba en eso; huir para vivir.

Estaba empapada, con lodo en todo mi cuerpo y nuevamente sola. Mis ojos se humedecieron, no podía entender por qué hiciera lo que hiciera siempre me sentía así. Vacía, perdida, sola. Desde que salí de esa jodida burbuja que mi mente había creado para protegerme, todo lo que era color, se volvió gris. Todo lo que tenía brillo desapareció, así como también el brillo de mis ojos.

Las lágrimas comenzaron a rodar por mi mejilla, una tras otra, y fue ahí cuando el pánico me inundó. Todos esos pensamientos que había podido callar por unas horas volvieron, y más crueles que nunca. Mi mente no paraba de culparme, me repetía una y otra vez lo estúpida que había sido al irme, porque, al fin y al cabo, todo era culpa mía y el problema era yo, nadie más que yo. Me sentía sucia, temblaba del frío, me costaba respirar y no podía levantarme de allí. En ese instante, solo deseé desaparecer.

Me sobresalté y traté de pararme cuando divisé una luz que se venía acercando hacia mí a toda velocidad. Pero el miedo me paralizó y volví a caer. Cerré mis ojos con fuerza esperando lo que sea que podía pasar. Escuché los frenos del coche y al no sentir nada, fue allí cuando los abrí. El vehículo se encontraba parado frente a mí, con las luces tan altas que me cegaban. La persona que estaba dentro abrió la puerta, se bajó y me miró curiosa.

—¿Lena? —preguntó asustada. Y estallé en llanto. Todo el dolor que estaba oculto, salió a la luz en ese momento. Me sentí vulnerable, verla me hizo pensar que ella podría contenerme y mi cuerpo se manifestó. Ella se acercó a mí y me ayudó a levantarme. Me envolvió en una manta y me llevó hacia dentro de su coche—. Todo va a estar bien, eres muy fuerte.

—Gracias abuela—dije entre sollozos y me acurruqué en el asiento delantero, sintiendo un poco el calor de la calefacción del coche.

Mientras avanzábamos no podía dejar de mirar por el espejo retrovisor. No me sentía bien, no sabía si en algún momento de mi vida me sentiría bien. Pero me sentí protegida, y espero que ese pequeño animal, que posiblemente aún corre por las peligrosas calles de la ciudad, algún día pueda sentirse así.

Ojalá encuentres a esa persona que sea como tu refugio, pequeña. Ojalá.

Hasta que sanesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora