Una Luthor

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Estaba bajo las cobijas. No había salido de mi habitación durante los últimos días. No había querido ver a nadie, ni me había presentado a trabajar. No tenía ganas de nada. Lo único que podía hacer durante todo el día o toda la noche; la verdad ya no me importaba ni la hora, era pensar en Kara y, en esa última mirada de desprecio que había visto en sus ojos.

La oscuridad, y el olor a mí propia humanidad, después de pasar días sin bañarme, era lo único que me acompañaban.

Por las noches, caminaba de un lado a otro de la habitación. Por los días, me quedaba en mi "bunker" privado, compuesto principalmente por las gruesas y tibias cobijas de mi cama. Solo escuchando cuando la sirvienta entraba para dejarme algo de comer y horas después regresaba para llevarse la comida casi intacta.

Sam había venido varias veces para tratar de hablar conmigo. De sacarme de ese lugar. Pero siempre era ella la que hablaba. Yo me limitaba a permanecer bajo las cobijas. El dolor y la desesperación eran mucho más profundas de lo que había imaginado. La vergüenza no me permitía salir.

Pero no era vergüenza por haber tenido que enfrentar a todas las personas que mi madre había invitado a la boda. O por lo que seguramente se estaba hablando de mí en los círculos sociales de la clase alta. Esas estupideces me tenían sin cuidado.

No. La vergüenza que no me permití asomar si quiera la nariz fuera de mi habitación, era por lo cobarde que había sido.

Había preferido lastimar a Kara y dejar que se fuera lejos, antes de enfrentarme a mí misma y aceptar que sentía algo tan profundo por ella que me estaba destrozando el alma por su ausencia. Había preferido perderla antes de luchar, antes que ser vulnerable y aceptar que la necesitaba porque la amaba. 

Esto era algo que nunca había sentido por nadie. Era algo tan grande, tan profundo e intenso que me daba miedo. Sí, tenía miedo de ese sentimiento. Tenía miedo de lo que estaba haciendo conmigo. Y tenía miedo de perder a Kara por eso.

La había perdió de todos modos, pero prefería que fuera así. La prefería a salvo y feliz.

¿A salvo de qué?

De mí, y de mi indecisión y cobardía. Lo había echado a perder, pero, pudo haber sido peor. O eso era la que trataba de hacerme creer, repitiéndolo una y otra vez.

Tal vez era el sexto o séptimo día de encierro, cuando escuche que alguien abría la puerta de la habitación. Era demasiado temprano para la entrada del almuerzo. No tenía idea de la hora exacta, pero no hacía mucho que me había metido a la cama, pues el sol ya estaba saliendo.

La persona que entro, comenzó a caminar un rato de un lado para otro. Podía escuchar sus pasos. Luego abrió las cortinas.

Con eso el corazón se me acelero.

Kara siempre hacia eso. Ella era la encargada de despertarme todas las mañanas, de sacarme de la cama cuando no quería hacerlo. Esa era justo su rutina.

Con alegría salte de la cama esperando encontrarme frente a ella. Salte e hice las cobijas a un lado para lanzarme a abrazarla.

¡Había regresado! ¡No me odiaba! ¡No podía hacerlo!

Pero la sorpresa que me llevé me partió el corazón.

No era Kara, sino mi madre quien me miraba a unos pasos de la cama.

— ¿Qué estás haciendo aquí? — pregunte con molestia.

Era la última persona con la que quería hablar. Era la última persona que quería ver.

— No puedes seguir encerrada— dijo mi madre.

¡Ja!  Como si fuera tan fácil. Como si no se me hubiera ocurrido nunca salir de ese lugar.

Casate conmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora