Palabras con sabor a veneno

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La Habana colonial.

La luna fue testigo de tan funesto acto, lleno de violencia y rencor. El criminal sentía un deseo irrefrenable de someter a aquella que consideraba una bestia sin educación.

La primera vez que la vio llegar a la hacienda era una niña mestiza fruto de la unión de un hombre blanco con una negra esclava. Sus rizos y ojos brillantes no llamarían su atención al principio, pero con el tiempo la pequeña llegó a la adolescencia. Rebelde a pesar de su estatus, lo que más le molestaba era que se empeñara en usar ese nombre africano, Oshún. Le contaba historias de aquel continente de ignorantes y salvajes a la esposa e hijo. Se ganó el cariño y respeto de ambos, tanto que la protegían y cuidaban como a una más de la casa.

Su amigo, uno de los hacendados más ricos de la época se la vendió por un precio módico, puesto que la señora de la mansión no quería ver a la prueba viviente de la infidelidad del esposo. Abogó por la tranquilidad y se deshizo de la bastarda. Este en el afán de hacerle un regalo a su mujer la compró y así el padre biológico de la sierva se sentiría en deuda, lo que le valió una carta muy buena en los negocios.

La deseaba, era su amo y tenía que hacer lo que quisiera. Su inocencia fue mancillada de la manera más inimaginable. Al finalizar se levantó para irse y dejarla morir. La muchacha perdió sangre, las hierbas y la tierra se tiñeron de un rojo oscuro y cerró los ojos.

La figura de la madre y el día que las separaron, ambos recuerdos emergieron en su mente. Le dijo que no olvidara sus raíces, que en otras tierras lejanas ella ostentaba el título de princesa. También le hizo prometer que no relegara a aquellos omnipotentes guerreros que la cuidarían.

Mientras el dueño se deleitaba rezó a su padre, señor de la tormenta, domador de los potentes rayos y relámpagos. No vino en su ayuda. Optó por implorarle a todos los orichas, ninguno aparecería.

Esa noche no pereció, ni a la siguiente, ni después de esa. Lo intentaba de todas las formas posibles: muerte por asfixia, por incendio, por envenenamiento, nada funcionaba y, entonces, una idea circuló en sus pensamientos.

Viajaría a la casona de aquel que la engendró, también por la fuerza. De los labios afloraron palabras de odio que se convirtieron en una brisa. Primero un humo rojo y pesado nubló la vista de la mujer, esposo e hija. Una sensación de éxtasis se apodera de las víctimas y caen, sin vida, al suelo. Se encaminó hacia el capataz y demás trabajadores blancos que maltrataban a su gente, todos se alzaron e incendiaron la mansión para escapar al monte. La misma escena la repitió con el agresor e incluso peor. Tomó a su compañera de vida y único heredero y los asesinó delante de él. Lo torturó hasta dejarlo casi sin energías y le imploró la muerte. Dio la libertad a los esclavos y huyeron a las montañas.

Con el pasar del tiempo odiaría a su pueblo, religión, mitos y leyendas. Hasta la Isla, que solo era un pedazo de tierra conquistada por quienes se creían superiores, fue blanco de sus sentimientos.

Esa noche le ofrecieron un don, del que desconocía su procedencia. Las palabras desprendían veneno y era capaz de mantener el control, empíricamente.

La Habana actual.

La primera y única inmortal de Cuba, así le gustaba llamarse en la privacidad. Vivió toda la vida en este país. En una ocasión pensó en marcharse a la tierra de la progenitora, única criatura que gozó de su amor hasta que cerró los ojos, hace ya décadas. Sin embargo los malditos hombres del archipiélago eran más que suficientes para calmar su sed de venganza.

Desde los noventa, la rutina comenzaba con acicalarse, buscar el pan en la panadería e ir a la bodega en caso de algún alimento de la cuota. Se espantaba unas colas kilométricas, al punto que veía a las ancianas al borde del desmayo a causa del incesante sol, que con cada siglo se volvía más insoportable.

Fuego venenosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora