El roble de los recuerdos

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En el cielo la luna plateada retoma su trono más alto. Siente un fuerte dolor de cabeza y los músculos entumecidos, toca su coronilla rapada, pero nada calma su malestar. Decidido a continuar se levanta, observa a su alrededor y no reconoce el lugar. De un momento a otro una sombra nubla su mente, baja el rostro y apoya la barbilla en su pecho para tratar de aliviar la dolencia. En su brazo derecho se ilumina una marca (remolinos, que forman un patrón hacia adentro, envueltos en un círculo doble) se pregunta de dónde habrá salido y de nuevo recibe un ramalazo. Pone sus reflexiones en blanco y analiza cuál dirección tomar. Sus ropas de piel están rotas y sucias, solo dispone de su espada y no es muy afilada. Camina y una ligera brisa toca su piel. El sonido de animales nocturnos como el búho y el grillo dan vida a la arboleda. Las imágenes de su niñez se reproducen en su mente.

El padre, un hombre fuerte y temible a simple vista, portador de una mirada asesina; su madre, una mujer poco agraciada, con un semblante más serio que risueño, ambos envidiosos de la fortuna ajena; su hijo, un niño pequeño y enclenque, no era orgullo para nadie.

—Toma la espada con fuerza.

—Es que pesa, padre.

—No te quejes. ¡Tómala!

Intentaba levantarla unos centímetros del suelo, pero, por no sabían qué vez, el arma cayó, en esta ocasión en un dedo del infante. Lloraba, lloraba y lloraba, sus lágrimas caían como gotas de lluvia y sus ojitos miraban esperando compresión de su progenitor. Este le observaba furioso y le gritaba que se callará para continuar con la lección de combate. Como era de esperarse a partir de ese momento, si antes era malo, ahora sería peor.

Disminuyó la paciencia del hombre y le confirió unos golpes en la cabeza para que se espabilara, en una mente tan cuadrada no cabía que su retoño aún no dominara la espada.

—A tu edad ya podía con tres hombres y sin arma alguna— le regañaba sin contemplación. Que más hubiera querido el muy arrogante. Trataba de inculcar lo que él mismo nunca pudo.

Una y otra vez —eres un debilucho.

Dejaron el bosque y entraron en la choza. Su progenitora preparaba la cena, como siempre de malhumor. El pequeño corrió a su cuarto con el comienzo de la discusión. Los gritos y golpes eran sonidos que lo acompañaban cada tarde y noche, oculto en su habitación. Por eso su casa se había construido a las afueras de la aldea, si el líder se enteraba de tales escenas los castigarían, puesto que no hay nada peor para la formación de un futuro protector de dragones. La mujer entró para revisar el dedo herido.

—Tu padre es un salvaje, maldigo el día en que me casé con él, pero más aún el día de tu nacimiento. No llores me irrita, por ti estoy más atada a ese monstruo y ahora te lastimas, es que siempre serás una carga— preguntaba retóricamente, si no lo curaba algunas mujeres, sobre todo las más ancianas, tomarían cartas en el asunto.

Segundas escenas.

—Toma.

—Gracias— la niña aceptaba una flor.

—¿Te gusta?

—Mucho ¿Quieres sentarte conmigo?— a esta petición el pequeño respondió colocándose a su lado.

Este sencillo gesto hizo que sus ojos adquirieran un brillo vidrioso. Cerca, pasaban unos muchachos mayores y al ver tal cosa se echaron a reír. Las carcajadas resonaron en sus oídos, sin dejar de mencionar sus insultos y burlas. Ella intentaba defenderlo, pero solo hizo que se sintiera más tonto y decidió esconderse en lo profundo del bosque. Allí nadie lo molestaba, podía estar horas en compañía de los animales y las plantas.

Tercera escena.

Por fin, ya tenía la edad suficiente para pasar la selección de dragones y más importante aún, por fin, tendría un compañero fiel. El hijo del líder volaba con su compañero todas las mañanas sobre la aldea, lo que ponía a su padre de muy malhumor.

—Deberías escoger uno como ese, ve al mismo lugar y no vengas hasta que tengas uno. Ah claro, qué bestia quisiera tener como protector a alguien como tú, si ni siquiera sabes coger un arma. Ese si es un hombre.

Cuarta escena.

Los demás recuerdos afloraban. Hombres, mujeres, niños e incluso ancianos lo despreciaban, algunos escupían al verlo pasar y le daban la espalda. Las madres no permitían que se acercara a sus hijos. Cuando pedía trabajo lo golpeaban, sacaban a patadas y vociferaban solo una palabra, traidor. De aldea en aldea, siempre igual y lo peor, no sabía el porqué.

Sus vestimentas no tenían mangas, debido a que estaban rotas y en una ocasión un hombre le gritó.

—Traidor.

Él se giró —¿por qué?

—Ese símbolo en tu brazo derecho— lo miró casi por primera vez —es prueba de tu sentencia, solo el jefe de tu aldea pudo haberlo grabado en tu piel.

Después de eso la pelea fue inminente.





Fuego venenosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora