Capítulo 4: Mi Qué...

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“Un día, conocerás a alguien que te dirá que todo va a estar bien, y lo creerás.” – Ron Israel

—¡AAHHH! —tomé la almohada que tenía al lado y le empecé a dar en la cabeza con todas mis fuerzas—. Aléjate de mí ser del mismo infierno, engendro del demonio, cosa diabólica, sal, ¡!!SAL!!!

—AUCHH!, ¡para! ¡PARA!

—¿Cómo entraste a mi cuarto? ¿Quién eres? ¿Vienes a matarme? —le seguía haciendo preguntas mientras le daba con la almohada por todo el cuerpo hasta que logré ver su cara, la cual estaba tratando de ocultar por lo golpes, y lo reconocí—. ¿Erick?

Bajé la almohada que estaba destinada para su entrepierna y retrocedí más asustada.

O sea, había admitido que me había caído bien y que había sido lindo, pero de ahí a que hubiera aparecido de la oscuridad en mi cuarto mientras estaba llorando era otro caso.

—¿Cómo?... ¿Qué?... ¿Quién?... —no sabía ni qué preguntar.

Él se fue levantando lentamente como para que no entrara en crisis, pero ya era muy tarde. Pensé en gritar para que mi madre viniera corriendo con un cuchillo, pero el miedo de tener a alguien desconocido en mi habitación me paralizó.

—Tranquila, no te voy a hacer daño —se terminó de poner completamente de pie y su altura me rebasó como por dos cabezas. Eso me intimidó más, mi cuarto se había vuelto más diminuto de lo que era cuando me miró fijamente.

—¿Cómo entraste aquí? —pregunté con el corazón en la garganta.

—Es... difícil de explicar.

Hizo el ademán de acercarse, pero yo levanté la almohada en señal de defensa. Él miró la almohada y luego me miró a mí con el ceño fruncido.

—Sabes que una almohada no me puede lastimar, ¿verdad?

—Eso no fue lo que pareció hace un momento —él soltó una risa por lo bajo y se sobó el hombro izquierdo con la mano.

—Sí, la verdad es que das fuerte.

—Qué bien. Eso es lo que les pasa a las personas que se meten en casas ajenas.

No sé de dónde rayo sacaba las nalgas para contestarle a ese chico, porque la verdad era que estaba cagada de miedo.

—Mira —miró la almohada—. Si bajas la amenazadora almohada y nos tranquilizamos te diré qué hago aquí, ¿vale?

No sé si mi primer error fue considerarlo o bajar la almohada, pero cuando lo hice él me regaló una sonrisa de que había hecho lo correcto.

—No vas a matarme, ¿verdad?, porque tengo un bate por ahí y no tengo miedo de usarlo —su cara fue una de horror y espanto puro.

—No, no pienso hacerlo.

—Eso es justo lo que diría un asesino.

—Te prometo que no soy un asesino —y se puso una mano en el corazón como si eso me tuviera que convencer.

Lo miré de arriba abajo buscando señales de que era un asesino. Sangre, cuchillas, navajas, pistolas o algo así.

—No tengo ningún arma —me miró con mala cara y yo dejé de examinarlo.

—Ya lo sabía.

Él dejó de mirarme para ver mi habitación. Las enredaderas de hojas, los posts, la guitarra, pero después, como si algo lo llamara, fue a mi escritorio.

—¿Qué haces? —le pregunté cautelosa. Estaba despaldas a mí, así que no podía verle la cara, pero él no respondió a mi pregunta, solo preguntó.

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