II. Nada es lo que parece.

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Miro el reloj, 4:40 P.M., qué rápido se desliza el tiempo en escenarios como este. 
Me acerco a su mochila para sacar los libros donde tiene tarea y los abro en las páginas señaladas, observando que sus tareas pasadas obtuvieron buenas notas. 
Dejo los libros abiertos y pongo la lapicera en medio de ellos para que tenga todo accesible.
Me quedo observando que no necesitará hacer recortes ni manualidades. 
Pronto cambiará de escuela, su trayectoria educativa avanza y empiezo a preocuparme por ello, pagar un particular para que le dé clases en casa podría resultar contraproducente en sus habilidades sociales y debo actualizar los papeles que tengo por identidad. 
¿Debería considerar la posibilidad de casarme? Dios mío, odio tener que pensar en ello como una alternativa, a esta edad, solo pienso que ya hice todo lo que podía hacer con mi vida y en especial con mi vida amorosa, pero antes que yo, está mi hijo. 
Que miedo, cada vez estoy más cerca de los 40.
Me disocié por un momento, recordando que ya es casi tarde, así que me apresuro a dejarle sus cosas en la mesa y regreso a comer la ensalada y algunos nuggets. 
Él termina más pronto que yo:

— Ve a llenar la bañera, por favor. Ya mismo te alcanzo, iré por tu ropa.

Sale corriendo y escucho como se abre la llave de la bañera. Termino de comer y voy a su habitación para sacar todo lo necesario para esta labor. Tomo la toalla de entre la ropa limpia y camino hacia el cuarto de baño, donde lo veo jugando ya con el agua. 
Meto la mano para sentir la temperatura y está muy fría, así que abro más la llave de agua caliente.

— Por favor ve desvistiéndote. —acata la orden rápidamente. Otra vez siento el agua y parece estar mejor. Él también la siente y se adentra, donde permanece sentado.
— ¿Mamá hoy te quedarás? —repite la misma pregunta de siempre.
— No, hijo. Me quedé ayer. 

No responde. Juega con sus juguetes dentro del agua pero en sus ojos veo la tristeza que le provocó mi respuesta. 
Tomo shampoo y lo esparzo por su cabeza y comienzo a limpiar su cabello.

— Recuerda que solamente los domingos me quedo en casa. 
— Sí. 
— Te limpiaré la espalda, ayúdame con tus brazos y rostro. 

De manera automática toma una esponja y hace lo que le pedí, lavando también su pecho. 

— Necesito que te levantes. 

Se levanta y limpia gran parte de su propio cuerpo, haciéndome sentir que esta labor es cada vez menos pesada. Solo ayudo a limpiar donde él no lo había hecho previamente.

— ¿Estamos listos?
— Sí mamá. —sus brazos se extienden y yo lo envuelvo en una toalla, la cual él pasa por su cara y cabeza de manera insistente. 
Este pequeño ha tenido que aprender a ser autosuficiente.
— ¿Estarás bien?
— Sí. No debo abrir la puerta ni siquiera asomarme. ¿Por qué el teléfono nunca suena cuando no estás?
— Porque así lo programo. —digo a sabiendas de que lo desconecto cada tarde antes de irme. ¿Qué cenarás?
— En el refrigerador hay un recipiente que dice "cena", lo sacaré y después lo comeré. Puedo meterlo al horno si así lo quiero. 
— ¿Y si quieres leche? 
— Ya está la botella pequeña con un vaso de leche, así que debo vestirla en un vaso y calentarla o beberla fría. 
— Me llenas de mucho orgullo, ¿sabías? —sus ojos ganan brillo y le sonrío pasa que sepa que es verdad— Apurate, te veré cambiarte y después me iré. 

Otra vez esa sombra de tristeza que adorna su rostro, la cual siempre me hace sentir triste también.
El empieza a secarse y yo me maquillo en el espejo del baño aún si tiene algo de vapor en él. 
Momentáneamente veo qué hace y parece que lo está haciendo bien. 
Termino de maquillarme y él confunde sus zapatos. 

— Al revés. —me mira buscando ayuda y no me niego a dársela— Quítatelos. 

El atiende y los acomodo correctamente:

Sobreviviendo al olvido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora