Etéreo.

371 25 4
                                    

Mansión Federighi- 3 de mayo de 1851.

Catalina caminó entre las sillas de la iglesia católica.

La grande imagen de Cristo en la pared, la escultura de la virgen maría en un pedestal.

Las esculturas al estilo barroco detalladas súbitamente en cada detalle.

En el área derecha se encuentra el confesionario.

Ella se siente algo extraña al entrar.

Camina con dificultad por el pasillo, y entra allí algo nerviosa.

Cierra la puerta de madera detrás de ella, y mira la rejilla que la separa del padre que la escucha.

- Padre ¿Está allí?

Se escuchan leves pasos a través del barandal. Se escucha el sonido de algo moverse.

- Sí, hermana. Aquí estoy.

Catalina respiró hondo, y luego entreabrió sus labios para hablar. Pero antes de que pudiese hacerlo, habló el padre.

- ¿Qué confesión tiene que hacer?

- Yo...y-yo-.balbuceó la muchacha-.

- ¿Usted...?

- Yo casi muero...

- ¿Qué le sucedió?

- Una grave enfermedad

- ¿Y quién crees que te salvó?

Cuando el padre dijo eso, a Catalina se le sintió estremecer el alma. La voz a través del confesionario, suave y joven, una voz llena de fe y alegría que era inefablemente maravillosa y serena.

- Dios me salvó.

- ¿Lo hizo?

- Dios es mi pastor, Dios me salvó.

Se hizo un silencio intenso entre las dos personas que hablaban.

Catalina quiso mirar a través de la rejilla la cara del ciervo de Dios que la escuchaba. Pero no podía, sólo se limitaba a imaginarlo.

El padre, si podía.

Su nombre era Enrique de Aragón, primo de las gemelas de Aragón amigas de Catalina.

Tenía veinticuatro años. Le servía a Dios desde los quince.

Todas las noche reza cincuenta padres nuestros, y mira el cielo estrellado. No sale de la iglesia ni va muy seguido a visitar a su familia.

Esa es la razón por la cuál Catalina no lo conoce.

Y aunque ella no lo conozca, él sí a ella.

Siempre escucha atento todas sus confesiones, y se maravilla de los diferentes vestidos de la muchacha.

Le agrada su voz suave y melodiosa.

Y una vez, mientras el padre Enrique estaba en la casa de sus primas, Catalina también estaba allí. 

Él la observó por largos minutos a través de una puerta media abierta. Catalina ni siquiera lo notó.

Mirándola, y contemplándola....En ese momento, a Enrique le dejaron de importar los padres nuestros.

Y es que Enrique de Aragón era esa clase de hombre perfecto. De hermosos ojos verdes, nariz levantada y labios gruesos. Esa clase de hombre con rostro angelical y sonrisa sincera.

Y se podría haber casado con quién quisiera, era guapo, y además de buena familia. Pero decidió servirle a su único amor; Dios.

El mismo Dios que le había salvado de la muerte a sus catorce. Y fue tanta la adoración que sintió hasta ese salvador, que quiso servirle por toda la vida.

Efímero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora