PERCY I

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Las criaturas con serpientes en el pelo realmente estaban incordiando a Percy.

Deberían haberse muerto hacía tres días, cuando les había echado encima una caja con bolas de boliche en un supermercado de Napa. Deberían haberse muerto hacía dos días, cuando las había atropellado con un coche patrulla en Martinez. Y está claro que deberían haberse muerto esa misma mañana, cuando las había atravesado de extremo a extremo y partido a la mitad en Tilden Park.

Por muchas veces que Percy las matara y viese sus cadáveres manchar el suelo de sangre, ellas siempre volvían a regenerarse. Parecía incapaz de dejarlas atrás.

Llegó a la cumbre de la colina y recobró el aliento. ¿Cuánto rato había pasado desde la última vez que las había matado? Unas dos horas. Nunca seguían muertas más tiempo.

Durante los últimos días apenas había dormido. Había comido lo que había podido: ositos de goma de máquinas expendedoras, bollos rancios e incluso un burrito de un grasiento restaurante de comida rápida, lo más bajo que había caído hasta la fecha. Tenía la ropa rasgada, quemada y salpicada de baba de monstruo.

Si había sobrevivido tanto tiempo había sido porque al parecer las dos señoras con serpientes en el pelo—"gorgonas", se hacían llamar— tampoco podían matarlo a él.

Percy era simplemente demasiado rápido para ellas, cada vez que buscaban atravesarlo con sus garras o morderle con sus colmillos, él las esquivaba y partía en pedazos con suma facilidad. Pero Percy no podía aguantar mucho más. Pronto se desplomaría de agotamiento, y entonces, por difícil que fuera matarlo, estaba seguro de que las gorgonas encontrarían la forma de acabar con él.

La idea de huir le provocaba nauseas, lo veía como una forma de sumisión, agachar la cabeza y renunciar a su orgullo. No obstante, tampoco era tonto. Sabía que se encontraba en un punto muerto con sus enemigas, necesitaba replegarse y encontrar una nueva solución a su problema.

Echó un vistazo a los alrededores. En otras circunstancias podría haber disfrutado de la vista. A su izquierda, unas colinas doradas y onduladas avanzaban hacia el interior, salpicadas de lagos, bosques y manadas de vacas. A su derecha, las llanuras de Berkeley y Oakland se extendían hacia el oeste: un inmenso tablero de damas formado por barrios, con varios millones de habitantes a los que probablemente no les apetecía que dos monstruos y un mugriento semidiós les arruinasen la mañana.

Más al oeste, la bahía de San Francisco relucía bajo una bruma plateada. Detrás de ella, un muro de niebla había engullido la mayor parte de la ciudad, dejando sólo la parte superior de los rascacielos y las torres del Golden Gate.

Percy notaba el peso de una tristeza indefinida en el pecho. Algo le decía que había estado antes en San Francisco. La ciudad guardaba alguna relación con Annabeth, la única persona que recordaba de su pasado. Le desalentaba lo vagamente que la recordaba. La loba le había prometido que volvería a verla y recuperaría la memoria... si tenía éxito en su viaje.

¿Debía intentar cruzar la bahía?

Era tentador. Podía notar el poder del mar más allá del horizonte. El agua siempre lo reanimaba. El agua salada era la mejor. Lo había descubierto dos días antes, cuando había estrangulado a un monstruo marino en el estrecho de Carquinez. Si consiguiese llegar a la bahía, podría defenderse. Tal vez incluso podría ahogar a las gorgonas. Pero la orilla estaba como mínimo a tres kilómetros de distancia. Tendría que cruzar una ciudad entera.

Además, dudaba por otro motivo. La loba Lupa le había enseñado a agudizar sus sentidos: a confiar en el instinto que lo había estado guiando hacia el sur. Su radar de detección zumbaba en ese momento como loco. El fin de su viaje estaba cerca, casi justo bajo sus pies. Pero ¿cómo era posible? No había nada en la cima de la colina.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora