FRANK XXXV

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Frank se sintió aliviado cuando las ruedas se desprendieron.

Ya había vomitado dos veces desde la parte de atrás del carro, lo que no resultaba divertido a la velocidad del sonido. El caballo parecía plegar el tiempo y el espacio al correr, desdibujando el paisaje y haciendo sentirse a Frank como si se acabara de beber cinco litros de leche entera sin su medicamento para la intolerancia a la lactosa. Ella no contribuía a mejorar la situación. No paraba de murmurar:

—Mil doscientos kilómetros por hora. Mil trescientos. Mil trescientos cinco. Rápido. Muy rápido.

El caballo se dirigió a toda velocidad al norte a través del estrecho de Puget y pasó zumbando junto a islas, barcas de pesca y sorprendidos bancos de ballenas. El paisaje que se extendía delante empezó a resultar familiar, el olor, el clima y la mera sensación eran conocidas: Crescent Bay, Boundary Bay. Frank había ido a pescar allí una vez en una excursión escolar. Habían entrado en Canadá.

El caballo se posó como un cohete en tierra firme. Siguió la autopista 99 hacia el norte, corriendo tan rápido que los coches parecían estar quietos. Finalmente, cuando estaban entrando en Vancouver, las ruedas del carro empezaron a echar humo.

—¡Hazel!—chilló Frank—. ¡Esto se está rompiendo!

Ella captó el mensaje y tiró de las riendas. Al caballo no pareció hacerle gracia, pero redujo la marcha a velocidad subsónica mientras pasaban volando por las calles de la ciudad. Cruzaron el puente Ironworkers hasta North Vancouver, y el carro empezó a traquetear de forma peligrosa. Por fin Arión se detuvo en lo alto de una colina boscosa. El caballo resopló de satisfacción, como diciendo: "Así se corre, gusanos". El carro humeante se desplomó y arrojó a Percy, Frank y Ella sobre la tierra húmeda cubierta de musgo.

Frank se levantó dando traspiés. Parpadeaba tras su venda para tratar de despejar los puntos amarillos que veía. Dudaba que esas fuesen las dichosas estrellas.

Percy gimió y empezó a desenganchar a Arión del carro destrozado. Ella revoloteaba aturdida, pegándose contra los árboles y murmurando:

—Árbol. Árbol. Árbol.

Hazel era la única que no parecía afectada por el viaje. Se deslizó de la grupa del caballo sonriendo con regocijo.

—¡Qué divertido!

Bù Hâo...—Frank trató de contener las náuseas—. Denme un momento...

Se inclinó y vomitó.

Arión relinchó.

—Dice que necesita comer—tradujo Percy.

Hazel examinó el suelo a sus pies y frunció el entrecejo.

—No percibo oro por aquí... No te preocupes, Arion. Te encontraré un poco. Mientras tanto, ¿por qué no vas a pastar? Nos reuniremos...

El caballo se marchó zumbando, dejando una estela de vapor a su paso.

Hazel frunció el entrecejo.

—¿Crees que volverá?

—No lo sé—bufó Percy—. ¿Por qué mis hermanos mayores deben ser tan despreciables?

Frank casi esperaba que el caballo no volviera. Por supuesto, no lo dijo. Notaba que a Hazel le preocupaba la idea de perder a su nuevo amigo. Pero Arión le daba miedo, y Frank estaba convencido de que el caballo lo sabía.

Hazel y Percy empezaron a recoger las provisiones de los restos del carro. Había unas cuantas cajas de mercancías de Amazon en la parte delantera, y Ella chilló de regocijo cuando encontró una remesa de libros. Agarró un par de ejemplares y le arrojó uno a Percy.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora