FRANK X

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Frank no recordaba gran cosa del funeral propiamente dicho. De lo que sí se acordaba era de las horas previas, cuando su abuela había salido al jardín y lo había encontrado disparando flechas a su colección de porcelana.

La casa de su abuela era una laberíntica mansión de piedra gris de casi cinco hectáreas en North Vancouver. Su jardín trasero llegaba hasta el parque de Lynn Canyon.

Era una mañana fresca y lloviznosa, pero Frank no notaba el frío. Llevaba un traje de lana y un abrigo negro que habían pertenecido a su abuelo. A Frank le había sorprendido y le había impresionado descubrir que le quedaban bien. La ropa olía a bolas de naftalina húmedas y jazmín. La tela picaba pero abrigaba. Con el arco y el carcaj, debía de parecer un mayordomo muy peligroso.

Había cargado parte de la porcelana de su abuela en un carrito y lo había llevado al jardín, donde había colocado los blancos sobre los viejos postes de la cerca situados en el límite de la finca. Había estado disparando tanto tiempo que los dedos se le estaban empezando a entumecer. Con cada flecha que disparaba, se imaginaba que eliminaba sus problemas.

Francotiradores en Afganistán. "Zas". Una tetera estalló con una flecha por la mitad.

La medalla al sacrificio, un disco de plata con una cinta roja y negra concedida por la muerte en el cumplimiento del deber, entregada a Frank como si fuera algo importante, algo capaz de arreglarlo todo. "Paf". Una taza de té fue a parar al bosque dando vueltas.

El oficial que vino a decirle: "Tu madre es una heroína. La capitana Emily Zhang murió intentando salvar a sus compañeros". "Crac". Un plato azul y blanco se hizo añicos.

El castigo de su abuela: "Los hombres no lloran. Y menos los hombres de la familia Zhang. Lo soportarás, Fai".

Nadie lo llamaba Fai salvo su abuela.

"¿Qué clase de nombre es Frank?"—lo regañaba—. "Ese no es un nombre chino".

"Yo no soy chino", pensaba Frank, pero no se atrevía a decirlo. Su madre le había dicho hacía años: "No discutas con la abuela. Eso sólo la hará sufrir más". Ella tenía razón. Y ahora Frank no tenía a nadie más que a su abuela.

"Pam". Una cuarta flecha impactó en el poste de la cerca y se clavó en él, vibrando.

—Fai—dijo su abuela.

Frank se volvió.

La mujer sujetaba con firmeza un cofre de caoba del tamaño de una caja de zapatos que Frank no había visto nunca. Con su vestido negro de cuello alto y su severo moño de cabello gris, parecía una maestra de escuela del siglo XIX.

Su abuela contempló la carnicería: la porcelana en el carrito, los fragmentos de sus juegos de té favoritos esparcidos por el césped, las flechas de Frank sobresaliendo del suelo, los árboles, los postes de la cerca y una flecha en la cabeza de un sonriente gnomo de jardín.

Frank pensó que se pondría a gritar o que le pegaría con la caja. Él nunca había hecho algo tan grave. Nunca se había sentido tan furioso.

La cara de su abuela rebosaba amargura y desaprobación. No se parecía en nada a la madre de Frank. Se preguntaba cómo su madre había salido tan simpática, siempre risueña y amable. Frank no se imaginaba a su madre creciendo con su abuela como tampoco se la podía imaginar en el campo de batalla, aunque probablemente las dos situaciones no se diferenciaban tanto.

Esperó a que su abuela estallara. Tal vez lo encerrara y no tuviera que ir al funeral. Quería hacerle daño por portarse tan mal continuamente, por dejar que su madre fuera a la guerra, por regañarlo para que lo superara. Lo único que a ella le importaba era su estúpida colección.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora