FRANK XXXVI

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Se detuvieron delante del porche. Como Frank había temido, un amplio círculo de fogatas brillaban en el bosque rodeando por completo la finca, pero la casa parecía intacta.

Los móviles de viento de su abuela tintineaban con la brisa nocturna. Su silla de mimbre estaba vacía, orientada hacia la carretera. En las ventanas de la planta baja había luces encendidas, pero Frank decidió no llamar al timbre. No sabía qué hora era, ni si su abuela estaba dormida o si estaba en casa siquiera. Comprobó la estatua del elefante de piedra del rincón: una pequeña copia de la de Portland. La llave de sobra seguía escondida debajo de su pata.

Vaciló ante la puerta.

—¿Qué?—preguntó Percy.

Frank recordó la mañana que había abierto la puerta al oficial del ejército que le había informado de la muerte de su madre. Recordó bajar esos escalones para ir al funeral, con el palo guardado en el abrigo por primera vez. Recordó estar allí y ver cómo los lobos salían del bosque: los seguidores de Lupa que lo habían llevado al Campamento Júpiter. Parecía que hubiera sucedido hacía mucho, pero sólo habían pasado seis semanas.

Y entonces había vuelto. ¿Lo abrazaría su abuela? ¿Le diría: "¡Gracias a los dioses, has vuelto, Frank! ¡Estoy rodeada de monstruos!"?

Era más probable que lo regañara o que los confundiera con unos intrusos y los ahuyentara con una sartén.

—¿Frank?—dijo Hazel.

—Ella está nerviosa—murmuró la arpía desde la barandilla en la que estaba posada—. El elefante... el elefante está mirando a Ella.

—No pasará nada—a Frank le temblaba tanto la mano que apenas podía encajar la llave en la cerradura—. No os separéis.

En el interior, la casa olía a cerrado y a humedad. Normalmente el aire estaba perfumado de incienso de jazmín, pero todos los quemadores estaban vacíos.

Examinaron la sala de estar, el comedor y la cocina. Había platos sucios amontonados en el fregadero, cosa que no era normal. La asistenta de su abuela iba a la casa todos los días, a menos que los gigantes la hubieran espantado.

"O se la hubieran comido"—pensó Frank. Ella había dicho que los lestrigones eran caníbales.

Apartó esa idea de su mente. Los monstruos no hacían caso a los mortales corrientes. Al menos, normalmente.

En el salón, estatuas de Buda e inmortales taoístas les sonreían cómo payasos psicópatas. Frank se acordó de Iris, que se había interesado superficialmente por el budismo y el taoísmo. Frank se imaginó que una visita a aquella espeluznante y vieja casa la curaría de su inclinación.

De los grandes jarrones de su abuela colgaban telarañas. Eso tampoco era normal. Ella insistía en que el polvo de su colección se limpiara regularmente. Al mirar la porcelana, a Frank le remordió la conciencia por haber destruido tantas piezas el día del funeral. En ese momento le parecía ridículo enfadarse con su abuela cuando tenía tantas personas con las que estar enfadado: Hera, Gaia, los gigantes, su padre Ares... Sobre todo Ares.

La chimenea estaba apagada y fría.

Hazel se abrazó el pecho como si quisiera impedir que el trozo de leña saltara al hogar.

—¿Es esa...?

—Sí—dijo Frank—. Esa es.

—¿Qué es?—quizo saber Percy.

La expresión de Hazel era de compasión, pero eso sólo hizo sentirse peor a Frank. Se acordó del terror y el rechazo que ella había mostrado cuando él había invocado a Gris.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora