HAZEL XLIV

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Cuando entraron en la ciudad, Hazel siguió la misma ruta que había tomado hacía setenta años: la última noche de su vida, cuando había vuelto a casa de las colinas y había descubierto que su madre había desaparecido.

Llevó a sus amigos por la Tercera Avenida. La estación de ferrocarril seguía allí. El gran hotel Seward de dos pisos todavía estaba abierto, aunque había aumentado el doble de tamaño. Consideraron detenerse allí, pero a Hazel no le pareció que fuera buena idea entrar en el vestíbulo cubiertos de barro, ni estaba segura de si en el hotel ofrecerían una habitación a tres menores de edad.

Giraron hacia la línea de la costa. Hazel no podía creerlo, pero su antiguo hogar seguía allí, inclinado por encima del agua sobre unos estribos incrustados de percebes. El tejado estaba combado. Las paredes estaban perforadas con agujeros como de perdigones. La puerta se hallaba entablada, y un rótulo pintado a mano rezaba: HABITACIONES – TRASTEROS – LIBRES, con las primeras dos palabras tachonadas.

—Vamos—dijo.

—¿Estás segura de que no hay peligro?—preguntó Frank.

Hazel encontró una ventana abierta y trepó al interior. Sus amigos la siguieron. La habitación no se usaba desde hacía mucho tiempo. Sus pies levantaban polvo que se arremolinaba en los haces de luz que entraban por los agujeros. A lo largo de las paredes había amontonadas cajas de cartón enmohecidas. En sus etiquetas descoloridas ponía: "Tarjetas de felicitación, ejemplares de temporada variados". Hazel no tenía ni idea de por qué varios cientos de cajas de postales habían acabado reducidas a polvo en un almacén de Alaska, pero parecía una broma cruel: como si las tarjetas correspondieran a todas las fiestas que ella no había llegado a celebrar: décadas de Navidades, Semanas Santas, cumpleaños y días de San Valentín.

—Por lo menos aquí se está más calentito—dijo Frank—. Supongo que no hay agua corriente. Puedo ir a comprar. No estoy tan sucio como vosotros. Podría buscaros algo de ropa.

Hazel le oyó sólo a medias.

Se subió encima de una pila de cajas en el rincón donde antiguamente ella dormía. Un viejo letrero estaba apoyado contra la pared: MATERIAL PARA BUSCADORES DE ORO. Pensó que detrás encontraría una pared vacía, pero cuando apartó el letrero descubrió que la mayoría de sus fotos y dibujos seguían allí clavados. El letrero debía de haberlos protegido de la luz del sol y de los elementos. Parecía que no hubieran envejecido. Sus dibujos a lápices de colores de Nueva Orleans tenían un trazo muy infantil. ¿De verdad los había hecho ella? Su madre la miraba fijamente desde una fotografía, sonriendo delante del rótulo de su negocio: GRISGRÍS DE LA REINA MARIE: VENTA DE AMULETOS, BUENAVENTURA SIN SECRETOS.

Al lado había una foto de Sammy en el carnaval. Estaba congelado en el tiempo con su sonrisa de chiflado, su cabello moreno rizado y aquellos ojos preciosos. Si Gaia le había dicho la verdad, Sammy llevaba cuarenta años muerto. ¿De verdad se había acordado de Hazel todo ese tiempo? ¿O se había olvidado de la chica rara con la que solía montar a caballo: la chica a la que le había dado un beso y que había compartido un pastelito de cumpleaños con él antes de desaparecer?

Los dedos de Frank se acercaron a la foto.

—¿Quién...?—vio que ella estaba llorando y retiró la pregunta—. Lo siento, Hazel. Debe de ser muy duro para ti. ¿Quieres quedarte un rato...?

—No—dijo ella con voz ronca—. No, estoy bien.

—¿Es esa tu madre?—Percy señaló la foto de la Reina Marie—. Se parece a ti.

Entonces, examinó la foto de Sammy.

—¿Quién es ese?

Hazel no entendía por qué parecía tan inquieto.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora