FRANK XXII

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Frank habría preferido ir con sus amigos, aunque eso significara tener que soportar el té verde con germen de trigo. Sin embargo, Iris entrelazó su brazo con el de él y lo llevó hasta una mesa de café junto a una ventana salediza. Frank dejó su lanza en el suelo. Se sentó enfrente de Iris. Afuera, en la oscuridad, los monstruos con forma de serpiente patrullaban incansablemente la ladera, escupiendo fuego y envenenando la hierba.

—Frank, quítate esa venda de una vez, aquí no verás nada que te lastimé—dijo Iris—. Sé cómo te sientes. Me imagino que el palo medio quemado que llevas en el bolsillo te pesa más cada día que pasa.

Frank no podía respirar, se había quitado la tela de sobre los ojos. Se llevó la mano instintivamente al abrigo.

—¿Cómo lo...?

—Te lo he dicho. Estoy al tanto de las cosas. Fui mensajera de Hera durante mucho tiempo. Sé por qué te dio un indulto.

—¿Un indulto?

Frank sacó el trozo de leña y lo desenvolvió de la tela. A pesar de lo difícil de manejar que era la lanza de Ares, el palo era peor. Iris tenía razón. Le pesaba mucho.

—Hera te salvó por un motivo—dijo la diosa—. Quiere que contribuyas a su plan. Si no hubiera aparecido aquel día cuando eras un bebé y no hubiera advertido a tu madre del palo, habrías muerto. Naciste con demasiados dones. Esa clase de poder acostumbra a consumir la vida de un mortal.

—¿Demasiados dones?—Frank notó que las orejas se le calentaban de la ira—. ¡Yo no tengo ningún don!

—Eso no es cierto, Frank—Iris deslizó la mano por delante de ella como si estuviera limpiando un parabrisas. Apareció un arcoíris en miniatura—. Piénsalo.

Una imagen relució en el arcoíris. Frank se vio a sí mismo cuando tenía cuatro años, corriendo por el jardín de su abuela. Su madre se asomó por la ventana del desván, mucho más arriba, agitando la mano y gritando para llamarle la atención. Frank no debía estar en el jardín solo. No sabía qué hacía su madre en el desván, pero le dijo que se quedara en la casa y que no se alejara. Frank hizo exactamente lo contrario. Chilló alegremente y corrió al linde del bosque, donde se encontró cara a cara con un oso pardo.

Hasta que Frank vio la escena en el arcoíris, el recuerdo había sido tan vago que pensaba que lo había soñado. En ese momento podía apreciar lo surrealista que había sido la experiencia. El oso contemplaba al niño, y costaba saber quién estaba más asustado. Entonces la madre de Frank apareció a su lado. Era imposible que hubiera bajado del desván tan rápido. Se interpuso entre el oso y Frank y le dijo que corriera a casa. Esa vez Frank obedeció. Cuando se volvió en el porche, vio a su madre saliendo del bosque. El oso había desaparecido. Frank preguntó qué había pasado. Su madre sonrió. "Mamá osa sólo necesitaba unas indicaciones", dijo.

La escena del arcoíris cambió. Frank se vio a los seis años, acurrucado sobre el regazo de su madre pese a ser demasiado mayor. Su madre llevaba su largo cabello oscuro (casi morado) recogido. Estaba rodeándolo con los brazos. Llevaba las ropas tradicionales chinas rojas, blancas, negras y doradas que solía usar siempre en la casa de su abuela. Tenía el porte imponente y elegante de una emperatriz, como si con sólo alzar la voz pudiese dominar a todo el mundo. Al igual que él usaba una venda sobre los ojos para proteger su cuerpo, aunque a diferencia de él, ella si había podido ver las dichosas estrellas que su abuela no dejaba de mencionar.

A pesar de todo, a pesar de verse como una gobernante suprema, fuerte, noble y confiable, sonreía con ternura y hablaba con delicadeza cuando estaba con Frank. Le estaba contando historias de héroes, fingiendo que todos estaban relacionados con Frank: uno de ellos era Xu Fu, que zarpó en busca del elixir de la vida por ordenes del emperador. La imagen del arcoíris no tenía sonido, pero Frank recordaba las palabras de su madre:

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora