PERCY XLII

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Anduvieron por tierra durante aproximadamente una hora, sin perder de vista la vía del tren pero manteniéndose al abrigo de los árboles lo máximo posible. Oyeron un helicóptero que volaba en dirección al tren descarrilado. En dos ocasiones oyeron chillidos de grifo, pero sonaban muy lejos.

Por lo que Percy pudo deducir, era más o menos medianoche cuando el sol se puso por fin. Empezó a hacer frío en el bosque. Había tantas estrellas en el cielo que Percy sintió la tentación de detenerse a contemplarlas. Entonces apareció la aurora boreal. A Percy le recordó la estufa de gas que su madre tenía en casa, cuando la llama estaba al mínimo: ondas de llamas azules fantasmales moviéndose de un lado al otro.

—Es increíble—dijo Frank, parecía capaz de apreciar el amanecer del norte incluso a través de su venda.

—Osos—señaló Hazel.

Efectivamente, un par de osos pardos avanzaban pesadamente por el pantano a varios cientos de metros de distancia, con el pelaje reluciente a la luz de las estrellas.

—No nos molestarán—prometió Hazel—. Evitad acercaros.

Nadie le llevó la contraria.

Mientras avanzaban penosamente, Percy pensó en todos los extraños lugares que había visto. Ninguno le había dejado sin habla como Alaska. Entendía por qué era una tierra situada más allá del alcance de los dioses helenos. Allí todo era agreste e indomable. No había normas ni profecías ni destinos; sólo el riguroso bosque y un montón de animales y monstruos. Los mortales y los semidioses iban allí por su cuenta y riesgo.

Percy se preguntaba si eso era lo que Gaia deseaba, que el mundo entero fuera así. Se preguntaba si sería algo malo.

Entonces descartó la idea. Gaia no era una diosa amable. Percy había oído lo que tenía pensado hacer. No era la Madre Tierra sobre la que uno leía en un cuento de hadas infantil. Era vengativa y violenta. Si llegaba a despertar del todo, destruiría la civilización humana y divina por igual.

Un par de horas más tarde, tropezaron con un pequeño pueblo entre la vía del tren y una carretera de dos carriles. El letrero del perímetro urbano rezaba: MOOSE PASS. Al lado del letrero había un alce. Por un segundo, Percy pensó que sería una especie de estatua publicitaria, pero entonces el animal se internó en el bosque.

Pasaron por delante de un par de casas, una oficina de correos y varias caravanas. Todo estaba a oscuras y cerrado. En el otro extremo del pueblo había una tienda con una mesa de picnic y un viejo surtidor de gasolina oxidado en la parte delantera.

La tienda tenía un letrero pintado a mano en el que ponía: GASOLINERA DE MOOSE PASS.

—Algo no va bien—dijo Frank.

Por acuerdo silencioso, se dejaron caer alrededor de la mesa. Percy notaba los pies como bloques de hielo; unos bloques de hielo muy doloridos. Hazel apoyó la cabeza entre la manos, se durmió y empezó a roncar. Frank sacó el último refresco que le quedaba y unas barritas de cereales del viaje en tren y las compartió con Percy.

Comieron en silencio observando las estrellas hasta que Frank dijo:

—¿Lo que dijiste antes iba en serio?

Percy miró desde el otro lado de la mesa.

—¿El qué?

A la luz de las estrellas, la cara de Frank podría haber sido de alabastro, como la de una antigua estatua romana.

—Que... estabas orgulloso de que fuéramos parientes.

Percy dio unos golpecitos en la mesa con su barrita de cereales.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora