HAZEL XLIII

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—¡Tu arco!—gritó Hazel.

Frank no hizo preguntas. Soltó su mochila y tomó el arco que llevaba al hombro.

A Hazel se le aceleró el corazón. No había pensado en aquel suelo pantanoso desde antes de su muerte. Recordó demasiado tarde las advertencias que la gente de la zona le había hecho. El sedimento cenagoso y las plantas formaban una superficie que parecía totalmente sólida, pero era peor que las arenas movedizas. Podía tener seis metros o más de profundidad, y era imposible escapar.

Procuró no pensar en lo que ocurriría si era más hondo que la longitud del arco.

—Agarra un extremo—le dijo a Frank—. No lo sueltes.

Ella se aferró al otro extremo, respiró hondo y saltó al terreno pantanoso. La tierra se cerró sobre su cabeza.

Inmediatamente, un recuerdo la dejó paralizada.

"¡Ahora no!"—quería gritar—. "¡Ella dijo que se habían acabado los desmayos!"

"Tesoro, esto no es uno de tus desmayos"—dijo la voz de Gaia—. "Es un regalo de mi parte".

Hazel estaba otra vez en Nueva Orleans. Ella y su madre estaban sentadas en el parque cerca de su casa, desayunando al aire libre. Se acordaba de ese día. Ella tenía siete años. Su madre acababa de vender la primera piedra preciosa de Hazel: un pequeño diamante. Ninguna de las dos estaba todavía al tanto de la maldición.

La Reina Marie estaba de un humor excelente. Había comprado jugo de naranja para Hazel, champán para ella y buñuelos espolvoreados con chocolate y azúcar glasé. Hasta le había comprado a Hazel una caja de lápices de colores y un bloc nuevos. Estaban sentadas una al lado de la otra; la Reina Marie tarareaba alegremente mientras Hazel dibujaba.

El barrio francés estaba despertando a su alrededor, listo para el Mardi Gras. Las orquestas de jazz ensayaban. Las carrozas estaban siendo decoradas con flores recién cortadas. Los niños reían y se perseguían unos a otros, engalanados con tantos collares de colores que apenas podían andar. El sol estaba saliendo y teñía el cielo de color oro rojizo, y el aire cálido y húmedo olía a magnolias y rosas.

Había sido la mañana más feliz de la vida de Hazel.

—Podrías quedarte aquí.

Su madre sonreía, pero sus ojos eran de un blanco vacío. La voz era la de Gaia.

—Esto es falso—dijo Hazel.

Trató de levantarse, pero el suave lecho de hierba la embargaba de pereza y de sopor. El olor a pan horneado y a chocolate fundido era embriagador. Era la mañana del Mardi Gras, y el mundo parecía lleno de posibilidades. Hazel casi podía creer que tenía un brillante futuro.

—¿Qué es real?—preguntó Gaia, hablando a través del rostro de su madre—. ¿Acaso es tu segunda vida real, Hazel? Se supone que estás muerta. ¿Es real que te estás hundiendo en una ciénaga y te estás ahogando?

—¡Dejadme ayudar a mi amigo!

Hazel trató de volver a la realidad. Se imaginó su mano aferrada al extremo del arco, pero incluso eso estaba empezando a volverse borroso. Cada vez apretaba con menos fuerza. El olor a magnolias y rosas era intensísimo.

Su madre le ofreció un buñuelo.

No, pensó Hazel. Esta no es mi madre. Es Gaia, que me está engañando.

—Quieres recuperar tu antigua vida—dijo Gaia—. Yo puedo ofrecértela. Este momento puede durar años. Podrás crecer en Nueva Orleans, y tu madre te adorará. Nunca tendrás que cargar con tu maldición. Podrás estar con Sammy...

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora