PERCY XIII

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Percy durmió como un tronco.

No había descansado en una cama sólida y cómoda desde... Ni siquiera se acordaba. A pesar del día de locos que había tenido y del millón de pensamientos que le cruzaban por la cabeza, su cuerpo asumió el control y dijo: "Ahora vas a dormir".

Tuvo sueños, por supuesto. Siempre tenía sueños, pero pasaron cómo imágenes borrosas en la ventanilla de un tren. Vio a un fauno con el pelo ondulado vestido con ropa andrajosa que corría para alcanzarlo.

—¿Qué es lo que quieres?—siseó Percy.

—¿Qué?—dijo el fauno—. No, Percy. ¡Soy yo, Grover! ¡No te muevas! Vamos a buscarte. Tyson está cerca; al menos, creemos que es el que está más cerca. Estamos intentando localizar tu posición.

Percy siento otro de esos cortocircuitos en el cerebro.

—¿Qué?—gritó, pero el fauno desapareció en la niebla.

Luego Annabeth apareció corriendo a su lado, tendiéndole la mano.

—¡Gracias a los dioses!—gritó—. ¡Durante meses y meses no hemos podido verte! ¿Estás bien?

Percy recordó lo que Hera había dicho: "Durante meses ha estado durmiendo, pero ya está despierto". La diosa lo había mantenido oculto a propósito, pero ¿por qué?

—¿Eres real?—preguntó a Annabeth.

Deseaba tanto creerlo que se sentía como si tuviera a Aníbal el elefante encima del pecho. Pero el rostro de ella empezó a disolverse.

—¡No te muevas!—gritó Annabeth—. ¡A Tyson le será más fácil encontrarte! ¡Quédate donde estás!

Entonces desapareció. Las imágenes se aceleraron. Vio un barco enorme en un dique seco, trabajadores apresurándose para terminar el casco, un tipo con un soplete soldando un mascarón de un dragón de bronce en la proa. Vio al dios de la guerra dirigiéndose hacia él con paso airado entre las olas, con una espada en las manos.

La escena cambió. Percy estaba en el Campo de Marte, contemplando las colinas de Berkeley. La hierba dorada se ondulaba, y una cara apareció en el paisaje: una mujer durmiente, cuyos rasgos estaban formados a partir de sombras y pliegues del terreno. Sus ojos permanecieron cerrados, pero su voz habló en la mente de Percy:

"Así que este es el semidiós que destruyó a mi hijo Cronos. No pareces gran cosa, Percy Jackson, pero eres valioso para mí. Ven al norte. Reúnete con Alcioneo. Hera puede jugar a sus jueguecitos con griegos y romanos, pero al final tú serás mi peón. Serás la clave de la derrota de los dioses".

A Percy se le oscureció la vista. Estaba en una versión del cuartel general del campamento del tamaño de un teatro: un principia con paredes de hielo y niebla helada flotando en el aire. El suelo estaba lleno de esqueletos con armaduras romanas y armas de oro imperial incrustadas de escarcha. Al fondo de la sala había una enorme figura oscura. Su piel emitía destellos dorados y plateados, como si fuera un autómata como los perros de Reyna. Detrás de él había una colección de emblemas maltrechos, estandartes hechos jirones y una gran águila dorada sobre una vara de hierro.

La voz del gigante resonó en la inmensa estancia.

—Esto va a ser divertido, hijo de Poseidón. Ha pasado una eternidad desde la última vez que destruí a un semidiós de tu calibre. Te espero sobre el hielo.

Percy se despertó temblando. Por un momento no supo dónde estaba. Entonces se acordó: el Campamento Júpiter, los barracones de la Quinta Cohorte. Estaba tumbado en su litera, mirando al techo y tratando de controlar su palpitante corazón.

GIGANTOMAQUIA: El Hijo de NeptunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora