XXI. La Madre

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El caballero recibió la noticia en las almenas, la información que tal vez cambiaría el rumbo de la historia de Westeros no era más que un pequeño pedazo de papel, no más grande que su propia mano. Lo guardó con sumo cuidado, y se encaminó por el largo laberinto que llevaba hasta el Gran Salón de Dragonstone.
En el silencio de la penumbra, podía oírse el rugir de los dragones, como si aquellas enormes bestias aladas supieran que el camino estaba marcandose hacia una guerra.

Las puertas se abrieron ante él, el repentino cambio de temperatura hizo que la cabeza empezara a dolerle.

Rhaenyra lo observó con una media sonrisa.

—¿Ocurre algo, Sir? —la princesa no despegó la vista del caballero, su silencio empezaba a perturbarla, llevó sus manos temblorosas hasta su vientre abultado— ¿Acaso ocurrió algo con mi padre?

El caballero soltó un profundo suspiro, hubiera querido que el príncipe Daemon se encontrara con su esposa, porque tal vez ella necesitaría un apoyo cercano.

—Sí hay noticias de la capital, princesa —dijo finalmente— Pero no son sobre el Rey, sino...

Rhaenyra se dejó caer sobre una silla, lo que fuera que Cargyll le diría era lo bastante pesado como para poner nervioso a alguien como él.

—Digalo de una vez —aquellas palabras resonaron en el salón como una sentencia a muerte.

Erryk se aclaró la voz y habló.

—El príncipe Aemond ha aparecido, princesa.

«Aemond».

Incluso oír aquel nombre era doloroso. El reino entero evitaba pronunciarlo en su presencia, o en presencia de la reina Alicent. Mucho menos nombraban a Visenya, la princesita perdida parecía solo parte de una leyenda Westerossi, una historia de bardos taberneros que murmuraban en voz baja en las noches de embriaguez. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Nueve, Diez? Recordaba a la perfección los cinco primeros, día a día acudiendo al Septo, recorriendo las calles, perdiendo a Daemon por meses mientras él viajaba a las Ciudades Libres a buscar de casucha en casucha quien pudiera darle alguna mínima información acerca del paradero de su hija. Pero tanto Visenya, como Aemond y la bruja que se llevó a ambos, estaban fuera de esa tierra, de ese mundo, como si no hubieran existido jamás.

Harrenhall era un lugar abandonado y maldito, en un repentino arranque de ira Daemon había quemado parte de las murallas, pensando que la gente de ahí ocultaba a Alys Rivers. Nadie sabía nada y si lo sabían, se encargaron de ocultarlo a la perfección.

Alicent también enloqueció. Se culpaba por no haber amado a Aemond tanto como amó a su primogénito. Por un año se mantuvo encerrada en una pequeña habitación en la Torre de la Mano, dónde tan solo aceptaba visitas de su padre. Su más leal compañero, Larys Strong, yacía en una celda, acusado de haber sido cómplice de su medio hermana.

Aquél dolor, siendo usado de una forma enfermiza, consiguió que ambas madres se hicieran cercanas. Tan pronto como Alicent abandonó su encierro, se dedicó a acompañar a Rhaenyra a sus horas de oración. La princesa jamás había sido una persona religiosa, pero habiendo perdido la fé en los hombres, esperaba que siquiera La Madre se apiadara de ella.

La Reina también volvió a sus obligaciones de esposa, engendrando una nueva niña para el reino. Una princesa de rasgos valyrios a la que llamaron Helaena. Rhaenyra amaba a su hermana, y en un acto desesperado de intentar sanar el dolor causado, Alicent permitía que pasara largas horas con ella o que la llevará a dar paseos por el castillo.

Cuando Daemon regresó al Red Keep después de varios meses en Essos se encontró a su esposa siendo acompañada por la mujer causante de toda su desgracia. Era como si Rhaenyra hubiese olvidado que todo aquel complot salió de la mente de la Reina y de su amante. Estaba sumida en su dolor. Aún cuidaba de Lucerys, porque nadie fue capaz de decirle la verdad al debilitado Rey Viserys, pero incluso el niño, o su hermana, eran insuficiente para traerla de regreso a la vida.
Rhaenyra dormía, despertaba, comía más de lo que su cuerpo resistía y se pasaba el resto de la tarde de rodillas frente al altar, suplicando porque su niña encuentre el camino de regreso.
Para quienes eran ajenos a la noticia, solo calificaban a la princesa como presumida y exagerada al mostrar tal preocupación por sus hermanos. Se burlaban de su físico, de su peso y de aquella belleza que poco a poco se esfumaba en mejillas hinchadas y enrojecidas.

Daemon & Rhaenyra: La Sangre De Dragones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora