Prólogo

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Westeros
Dragonstone
92 dC

Los chillidos de la mujer eran insoportables. Se podían oír desde la Torre del Maestre hasta las cabellerizas, en las cocinas e incluso en el salón de tejido. Daemon llegó a ofrecerle oro a uno de los sirvientes a cambio de que le cubrieran la boca a la esposa de su hermano. Pero los sirvientes sólo atinaban a sonreír y le decían que pronto pasaría.

«Pasarán los gritos de Aemma, pero empezarán los de su mocoso.» Pensó el príncipe.

A sus once años, Daemon Targaryen recordaba vagamente el nacimiento de su hermano menor, Aegon. No tenía memoria de los gritos de su madre, pero sí de los llantos incansables del bebé. Lloraba día y noche, se negaba a recibir leche del ama de cría. Era casi como si exigiera mamar del seno de la princesa Alyssa.

«Maldito mocoso egoísta —pensó— Nuestra madre estaba muriendo por culpa suya, y él quería mamarle las tetas.»

La princesa Alyssa, murió unas semanas después de tener a Aegon. Él no le sobrevivió por mucho, pues poco antes de su primer día del nombre lloró por última vez.
Daemon no sentía nada cuando pensaba en su hermano. Recordaba que de pequeño, se trepaba a un cajón frente al cunero y aprovechaba las escasas ocasiones en las que Aegon dormía en paz, para pedirle a los dioses que se lo llevaran y así dejara de molestar con su ruido.

No había hecho petición parecida en años, pero la voz de Aemma lo tentaba cada vez más a volver a postrarse ante los Siete para rogarles que le pusieran fin al bullicio.

Tras casi dos días de labor de parto, por fin su cuñada se calló. Hubo un par de segundos de calma antes de que el grito del recién nacido alborotara a las gallinas. Daemon había llegado hasta el corral buscando un lugar en donde descansar.

«Este mierdero no es para un príncipe.» Pensó furibundo.

Con repugnancia, se sacudió la paja sucia de la capa y los pantalones. Sabía que apestaba a animal, pero debía ir a felicitar a los nuevos padres.

Viserys era mayor que él por diez años, y desde la muerte de su padre, cuatro años atrás, había tomado también una posición paternal. Daemon lo atribuía a su falta de hijos. Viserys y su prima, Aemma Arryn, llevaban siete años de casados y lo único que había salido del vientre de Aemma, era muerte. Perdía a sus hijos al poco tiempo de concebirlos, jamás llegaban a formarse antes de desprenderse de ella.
Todos estaban seguros que este embarazo no sería la excepción. A diario, la Arryn lloraba en algún rincón, abrazando su abultado vientre. Una vez, Daemon la oyó suplicandole a La Madre que le permitiera sentir a ese niño entre sus brazos.

«Tal vez se muera después de que lo tenga en brazos.» Se iba diciendo el príncipe antes de llegar a la alcoba de su cuñada.

En las puertas de la habitación, se encontró con su hermano mayor. Viserys no era el tipo de príncipes que esconde una sonrisa, la tenía puesta de oreja a oreja y no dejaba de parlotear con Ser Robart Royce sobre lo «hermosa» que era.

—¿Hermosa? —interrumpió Daemon— ¿Es mujer?

—Es una niña saludable —respondió Viserys, hinchado de orgullo.

Su hermano mayor se percató de su aspecto, y lejos de regañarlo, se echó a reír junto a Ser Royce.

—Daemon ha estado tan ansioso por conocer a su sobrina, que decidió dar un paseo con las gallinas —le dijo Viserys a Royce, en modo de broma.

«He estado ansioso por hacer que tu mujer se calle.» Habría respondido el príncipe, si su hermano no fuera su hermano, y si no tuvieran invitados presentes.

Viserys lo instó a entrar a conocer a la nueva princesa. Para ese momento ya estaba callada, lo que era un gran alivio para los doloridos oídos de Daemon.
Ambos se acercaron al lecho, donde descansaba Aemma. Ella tenía el rostro sudoroso y cargado de ojeras. Su cabello era una melenuzca rubia y revuelta, como el nido de gallinas donde había descansado Daemon. Tenía un lado del camisón descubierto, y la mocosa estaba pegada a su seno.
La mujer sonrió al ver a su esposo, Viserys se sentó al borde la cama y acarició suavemente la cabecita de su recién nacida.

—El maestre dice que todo está bien con ella —dijo Aemma, con voz cansada— Pero... ¿Qué tal si no?

Daemon se dio cuenta que ella estaba a punto de echarse a llorar. Usualmente le habría molestado, pero la expresión de su hermano al mirar a su hija era diferente a cualquier otra que le hubiese visto. No era raro ver a Viserys feliz, pero ninguna otra alegría era como la que expresaba en ese momento.
Sintió una pequeña punzada de culpa, por las muchas cosas que había pensado a lo largo de su travesía por los rincones del castillo.

Viserys inhaló profundo y soltó una pausada bocanada de aire.

—Si ella se aferra a la vida del mismo modo que se aferra a tu seno, ni los dioses podrán llevársela —dijo con una amplia sonrisa. El Príncipe se inclinó para besar a su esposa y le acomodó algunos mechones de la cabeza.

Daemon pasó largos e incómodos minutos de pie frente a la cama, esperando que su sobrina dejara de mamar para poder saludarla de forma oficial.

«Ni siquiera va a recordar si la saludé o no.» Se dijo.

Comenzaba a retirarse muy despacio cuando la niña soltó el pecho de su madre. El ama de cría se acercó a atenderla, la meció contra su pecho hasta que la recién nacida le vomitó en la espalda. Daemon trató, sin éxito, de aguantar las arcadas. Habría echado la cena de la noche anterior sobre la parturienta, si no fuera porque su hermano se apresuró en frotarle la espalda.

—Algo en la cena me cayó mal —murmuró avergonzado.

—Estoy seguro que sí —respondió su hermano, restándole importancia al asunto— Tal vez esta noche le puedas decir a las cocineras que preparen tu comida favorita.

—Ya. —mantenía la cabeza agachada para que, ni Viserys ni Aemma vieran el rubor en sus mejillas.

Entonces su hermano le acercó a la bebé. De sólo pensar que ella acababa de vomitar, volvió a sentir arcadas, pero esta vez pudo disimularlas.

—¿No es hermosa? —preguntó Aemma.

La bebé tenía la piel como un chorizo. En su cabeza apenas habían un par de cabellos rubios, más oscuros que los de Viserys. No pudo ver el color de sus ojos, pero sí se dio cuenta que no tenía pestañas ni cejas. Su rostro entero parecía un puño cerrado. Era horrible.

—Es preciosa —mintió con gracia— ¿Ya tiene nombre?

—Rhaenyra —dijo Viserys, con solemnia— Iba a llamarlo Aegon si era un niño, pero esta pequeña será Rhaenyra. “La Princesa Rhaenyra”. Es un nombre que vivirá por siglos, ¿no te parece?

Daemon observó a su sobrina. Tenía mejor aspecto que su difunto hermano Aegon, y también parecía más saludable que el hijo que la porqueriza había parido hacía dos lunas.

—Sí —asintió despacio— “Princesa Rhaenyra” —repitió— El nombre vivirá.

«Y ella también —pensó Daemon— Ese pequeño chorizo no tiene porque desaparecer tan pronto.»

Daemon & Rhaenyra: La Sangre De Dragones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora