Hablo de ti

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Aquella mañana me desperté como si el mundo hubiese cambiado de rumbo sin advertirme. Una energía extraña, una mezcla de anticipación y temor, me envolvía. Era un día común, sin promesas de algo extraordinario, y, sin embargo, una chispa inexplicable encendía mis pensamientos. Algo en el aire hacía que, por primera vez, quisiera ir al instituto, y la razón llevaba un nombre: Reda.

Mientras desayunaba, mi mirada vagó hacia la ventana de la cocina. Hace unas semanas, un cartel de "alquilado" colgaba en la casa de enfrente. Hoy, en cambio, aquel cartel había desaparecido, y una intuición, tal vez una esperanza, comenzó a tejer su red en mi mente: ¿y si Reda se había mudado justo ahí, frente a mi hogar? Noté cómo mi pulso se aceleraba, y, sin poder evitarlo, una sonrisa se dibujó en mi rostro.

Decidí salir temprano, como si al hacerlo pudiera robarle al tiempo una oportunidad para verlo. Y ahí estaba, saliendo de la casa de enfrente. Mi corazón dio un vuelco, una especie de mariposa atrapada entre mis costillas. Pero entonces recordé las normas no dichas, aquellas que mi cultura me había enseñado sin necesidad de palabras: un chico y una chica, sobre todo en público, no debían cruzarse miradas, y mucho menos si mis padres estaban cerca.

Aceleré el paso, clavando los ojos en el suelo como quien se protege del sol. Sentía cada paso de Reda detrás de mí, pero mis ojos no se atrevían a mirarlo. Era una distancia obligada, una distancia dolorosa. Aún así, algo entre nosotros tensaba el aire; algo silencioso, algo que nuestras miradas querían decir pero que nuestras voces callaban.

Justo entonces, me di cuenta de que llegábamos tarde. El reloj parecía conspirar contra nosotros, apretándonos en una carrera muda. Sin pensarlo dos veces, rompí en una carrera, y para mi sorpresa, Reda también. Nuestros pasos resonaban, una especie de eco entre nuestros cuerpos que se esforzaban por llegar a tiempo. El latido de mi corazón y el ritmo de sus pies parecían sincronizarse, como una música que nadie más podía oír.

Finalmente, llegamos a la clase, trece minutos tarde. Las miradas inquisitivas de nuestros compañeros cayeron sobre nosotros como cuchillas. Reda, desafiante, no se dejó intimidar. Su voz, firme y segura, rompió el aire, defendiendo nuestra presencia con una valentía que me hizo sentir una admiración profunda. En ese instante, supe que, aunque nuestro vínculo era imposible, había algo en él que no podía ignorar.

Nos sentamos, y de inmediato noté que estaba inquieto. Su rodilla temblaba, delatando una mezcla de enojo y nerviosismo. Sentí el impulso de tocarlo, de detener ese temblor para que supiera que estaba ahí, que no estaba solo. Finalmente, con cautela, posé mi mano sobre su rodilla. Él levantó la mirada, y una chispa de sorpresa y ternura se reflejó en sus ojos. Sonrió y, con una naturalidad desconcertante, puso su mano sobre la mía. Pero de inmediato sentí el calor como un fuego prohibido, y aparté la mano con un sobresalto. Él no protestó, solo me miró, como si comprendiera que incluso ese pequeño gesto era un riesgo.

Entre nosotros flotaba una tensión que las palabras no podían abarcar, una tensión que se había ido gestando en cada paso, en cada mirada furtiva. Me atreví a romper el silencio
—Reda, ¿estás bien?— Su mirada se desvió, pero luego regresó a la mía, revelando una lucha interna. Finalmente, suspiró y confesó en un tono apenas audible
—No, no estoy bien. Esta situación... la gente murmura, se burla, y eso me afecta. Pero sé que debo ser más fuerte que sus comentarios.

—Estoy aquí para ti —murmuré, sintiendo cada palabra como una promesa inquebrantable.

Sus ojos se iluminaron con una chispa de gratitud, y por un momento, toda la tensión se desvaneció. Era solo él y yo, compartiendo un espacio de apoyo, de comprensión.

Al final de la clase, mientras el bullicio comenzaba a decaer, susurré un
—gracias — a lo que él respondió con una sonrisa.

—Por cierto, esta noche mi familia y yo vamos a tu casa —añadió de repente, como si fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Qué? — exclamé, sorprendida. Los compañeros de la fila de adelante se giraron para mirarnos. —¿Cómo que vienen a mi casa?

—Sí, ¿no querías que fuera a pedir tu mano? — murmuró, sonriendo con picardía. — Para eso hay que conocer a los suegros."

—Si tuviéramos veinte años, no dieciséis — respondí, tratando de ocultar mi sonrisa.

—Pero no pierdo nada con adelantarme, —dijo encogiéndose de hombros, con una risa contenida.

Esa noche, cuando el reloj marcó las 9:30, el timbre sonó, y mi corazón dio un vuelco. Me arreglé el cabello y, antes de bajar, mi madre me miró con orgullo.
—Estás hermosa, Jinan. — Su comentario me llenó de una confianza inesperada.

Al bajar, encontré a nuestras familias riendo juntas, compartiendo una atmósfera que me hizo sentir en casa. Todos se detuvieron al verme, y mi padre, en su tono solemne, me presentó como su hija mayor. Reda y yo intercambiamos una mirada cómplice, una mirada que decía más de lo que podíamos expresar. La noche transcurrió entre risas y complicidad, una complicidad que nos tejía a él y a mí en un lazo invisible.

—Niños, suban, dejen a los mayores solos —dijo mi madre, y Reda, su hermano, mi hermana y yo obedecimos. Nos refugiamos en mi habitación, donde la conversación se tornó más íntima, más cercana. El hermano de Reda, en un descuido infantil, reveló que Reda hablaba de mí sin parar en casa, una confesión que me hizo sonrojar.

Sonreí, y en ese momento deseé, como quien reza en silencio, que aquella noche no fuera la última en la que pudiera compartir una felicidad tan simple y tan profunda. Insha'Allah, pensé para mis adentros. Insha'Allah.

In sha allahDonde viven las historias. Descúbrelo ahora