Iguro Obanai, CEO de una importante agencia de Idols, es invitado por su amigo Sanemi a desayunar en un cafetería cerca de su zona laboral. Al llegar, no se siente atraído por los postres y las bebidas que el local ofrece, al contrario, se siente at...
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—Para cuando las vacaciones —se quejó Muichiro, mientras se recostaba sobre su cuaderno lleno de apuntes. Yuichiro, lo miró con una mezcla de diversión y exasperación.
—Apenas llevamos un mes en la universidad, Muichiro. No seas tan dramático —dijo mientras revisaba su correo electrónico en su computadora.
—Ya lo sé, pero es que no paran de mandarnos tareas. No tengo tiempo ni para respirar —se lamentó, cerrando los ojos.
—Nadie te mandó a dejar todo para última hora. Si te organizaras mejor, no estarías así —reprochó.
—Cállate —espetó, abriendo los ojos y fulminándolo con la mirada.
El mayor suspiró y decidió cambiar de tema. No quería discutir con su hermano, sabía qué estaba pasando por un momento difícil. Desde que Muichiro había empezado la universidad, no había hecho más que estudiar y trabajar. No tenía tiempo para divertirse, ni para salir con sus amigos. Aunque él estuviera en la misma condición, nada le importaba más que su pequeño hermano.
—¿Quieres que te traiga algo de la cocina? Tengo hambre —le preguntó, levantándose de la cama.
—Solo agua, por favor —respondió el menor, sin moverse de su posición.
Yuichiro asintió y salió de la habitación. Muichiro aprovechó para ponerse reflexivo. Pensó en cómo había pasado en su vida. De un momento a otro, empezó a pensar en Obanai. Reconocía que la causa de su separación era en parte culpa de él por no dejarle explicar la situación.
Recordó las veces en que Obanai le había llevado flores, detalles y sus dulces favoritos a su trabajo.
Recordó el intento de serenata que Obanai, junto con Daniela, habían hecho frente a su casa. Había querido salir a abrazarlo, pero su hermano se le había adelantado.
De repente, se dio cuenta de que Yuichiro estaba tardando mucho en volver. Se levantó de la cama y salió de la habitación. Escuchó una leve disputa que provenía de la puerta de entrada. Bajó las escaleras y se quedó quieto al ver a su hermano discutiendo con Obanai.
—¡Vamos! Déjame hablar con él.
—Ya te dije que se fue a Venezuela y se murió de tanto comer hallacas y pan de jamón.
Muichiro no sabía si intervenir, ir a abrazar al peli-negro o reírse de la respuesta de su hermano.
A la final optó por la primera opción.
—Yuichiro. Nos puedes dejar solos un momento, ¿por favor? —dijo, con voz firme.
El contrario lo quedó mirando, pero a la final obedeció y se marchó, no sin antes darle una mala mirada al heterocromático.
El silencio, que se hizo pesado, duró entre los dos jóvenes que se miraban con recelo y dolor. El de ojos verde menta sentía que tenía mil cosas que decirle al mayor, pero no sabía por dónde empezar. Iguro sentía que tenía mil cosas que explicarle al Tokito, pero no sabía cómo hacerlo. Ambos querían hablar, pero no sabían cómo romper la barrera que los separaba.
Yuichiro los observaba desde la ventana, con una expresión de desaprobación y preocupación. Esperaba que su hermano tomara la decisión correcta, y que fuera feliz.
El primero en romper el hielo fue Obanai.
—Hola, Muichiro —lo saludó con voz temblorosa.
—Hola, Iguro-san —respondió, con voz neutra.
—¿Podemos hablar? —preguntó, con esperanza.
—Está bien —aceptó.
Se sentaron en el césped debajo de una de las ventanas de la casa. Ninguno de los dos dijo nada durante unos minutos, solo se miraron a los ojos, y sintieron que el tiempo se detenía.
—Lo siento —habló el chico.
El heterocromático se sorprendió ante lo repentino que fue la voz del contrario y dejó que continuará.
—Lo siento, Obanai, fue mi culpa. Debí dejarte explicar lo que pasó —se culpó con arrepentimiento.
—No, no fue tu culpa. Fue mía por no decirte y explicarte lo del compromiso apenas me lo anunciaron —se excusó con vergüenza.
Ninguno de los dos volvió a decir alguna palabra. Ambos se miraron a los ojos, y sintieron que el tiempo se detenía. Sin darse cuenta, ambos soltaron una leve risa. Muichiro recostó su cabeza en el hombro del mayor y este hizo lo mismo, pero sobre la cabeza del contrario.
—¿Estamos bien?
—Estamos bien —contestó el peli-negro mientras entrelazaban sus manos.
Se quedaron un rato en silencio. No había necesidad de decir algo más, con solo la presencia del contrario daba a entender todo lo que no se habían dicho con palabras.
—Vamos a hacer las cosas bien —dirigió su mirada hacia el peli-negro—. ¿Me podrías decir en que carajos estaba pensando mi amada suegra?
—En dinero, lo normal —respondió—. Pensó que sería buena idea comprometer a su querido hijo con la hija de unos socios en contra de nuestra voluntad, sin saber que ella le jala para el otro lado por estar enamoradísima de una de las Idols más codiciada del país y que yo tengo a un pequeño angelito que Dios no supo apreciarlo y lo mandó a este mundo para que ilumine la vida de la gente —finalizó besando la cabeza del menor.
—Entiendo, ¿Saben que hacer para romperlo? —preguntó sonrojado.
—Hasta ahora, no tenemos ideas.
—Atáquenla en su punto débil —dijo—. Haría cualquier cosa con tal de no caer.
—Deberías dejar de ver esas series de policías —empezó a reír levemente.
—Nunca.
—¿Cómo te va en la universidad? —preguntó el mayor para cambiar de tema.
—De la mierda. No sé que se va a acabar primero, si mis neuronas o mi dinero. Esos profesores lo que saben es pedir como si uno trabajara en barco —se quejó.
Obanai solo rio ante las ocurrencias de su novio. Ambos se sonrieron y se dieron un pequeño pico. Se sentían felices y tranquilos, como si nada más importara. Solo ellos y su amor.
—¿Te apetece ir a comer algo? —le propuso Iguro, con una sonrisa.
—Me parece bien —sonrió.
Se levantaron del césped y se dirigieron al auto de Obanai. Pero, cuando estaban a punto de subir, una voz los detuvo.
—¿A dónde creen que van?
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