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—¿Puedo hablar contigo?

Jin está reponiendo productos en una estantería del supermercado y cuando escucha mi voz se vuelve tan rápido que los paquetes de café terminan tirados por el suelo.

Ni él hace por recogerlos ni yo por ayudarlo. A esta hora del medio día hay poca gente en el súper, así que en el pasillo de dulces y excitantes tenemos cierta intimidad.

—Me dijeron que estabas trabajando fuera otra vez.

—Una semana. Acabo de llegar.

Me interroga con los ojos, pero mi expresión es bastante impenetrable. Noto cómo me late con fuerza el corazón, siento que las palmas de las manos están húmedas de sudor, pero me he decidido a dejar las cosas claras y eso no puede pasar de hoy mismo.

—En el callejón de atrás —señala con la cabeza—. Dame cinco minutos que se lo comunique al encargado.

Asiento y me voy hacia allá. Al mismo callejón da el único restaurante chino del pueblo y la pizzería más conocida, así que huele a comida especiada, la que ocupa los grandes contenedores que se apilan de dos en dos. Permanezco allí, con las manos en los bolsillos y la sudadera abrochada hasta el cuello. Lo acabo de ver agachado, ignorante de que yo

estaba a su espalda, y he sentido de nuevo ese ramalazo extraño que no sé si es deseo o locura.

Esta semana lejos de aquí he pensado mucho en lo que ha pasado entre nosotros, y mi conclusión ha sido una: los tíos hacemos cualquier cosa porque nos la chupen, incluso otro tío. ¿Quién no se ha pajeado de adolescente con los colegas más cercanos? Y eso no implica que seamos otra cosa que tíos.

Pero cuando lo he visto inclinado, con el pantalón ceñido a esas nalgas redondas y prietas, ha aparecido otra vez aquello en mi cabeza...

Jin aparece al momento. Se le ve preocupado. Lleva pantalones blancos y el polo azul que le queda pequeño, y que forman parte del uniforme. Debe de haber entrenado antes del almuerzo porque sus bíceps aún están activados.

—¿Está todo bien? —me dice, sin acercarse demasiado.

Decido no andarme con rodeos. Tengo muy claro lo que he venido a decirle.

—El otro día, en las duchas...

—Quería pedirte disculpas —no me deja terminar.

En cierto modo se lo agradezco, que él también haya comprendido que fue un error.

—No estuvo bien —intento explicarle—. Yo no soy...

—Yo tampoco.

Aquello me choca. La palabra «marica» se me ha quedado metida en la boca. Pero fue él, no yo quien empezó, fue él quien me siguió a la ducha, quien se metió en la mía, quien...

—Me comiste la polla —digo con acritud.

—¿Y qué?

Permanezco perplejo. Al parecer, ahora comerle la polla a un tío es como lavarse los dientes. El buen rollo que he traído empieza a difuminarse.

—No me importa lo que cada uno sea —intento calmarme—. No me he metido jamás en la vida de nadie y no lo voy a hacer ahora, pero no me van esos rollos.

—De acuerdo.

Sus respuestas me desconciertan. Está allí parado, con las manos en los bolsillos y las mejillas sonrosadas. Guapo como un demonio, y me da la razón a la vez que me la quita, porque su forma de mirarme no es inocente.

He visto que me ha echado un par de miradas al paquete, y que sus ojos van de los míos a mis labios. Todo esto me confunde, me marea.

—Si te parece —intento zanjar aquello—, no volveremos a hablar de esto.

GYM (KOOKJIN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora