Maratón de fin de semana, en honor a mi niña.
XX. El inicio del fin.
CUANDO LO anhelado llega, sentimos un vuelco en el corazón. Unas náuseas producto del nerviosismo de no poder creer que, aquello que sucede frente a nuestros ojos, realmente está pasando. Así lo sintió Jeane cuando, un amanecer después de dormir con Tupac, se topó su correo lleno de cartas. Ella había querido ser actriz todo este tiempo, y al parecer, una agencia notó su impacto, su belleza, todo lo que esa mujer provocaba en sí misma y en todos los que la rodeaban. Un aura magnética.
Cuando abrió la segunda, se topó discretamente una nota diciendo que el «señor», había aceptado que Tupac sea su guardaespaldas. Y sin poder procesar tantas noticias en un amanecer, pegó un gritito de alegría. Él se encontraba recostado en su habitación cuando el teléfono sonó. Fingió qué había dormido plácidamente toda la noche y tras escuchar la emocionada voz de la rubia, de su rubia, aceptó prepararse y salir en dirección a la casa. Él estaba preocupado, notoriamente preocupado. Sentía la presión en una bola de nervios alojada en su garganta, una enorme sensación de fatídica angustia. Desde que Jeane dejaba notar sus sentimientos por él, sentía que todo podía acabar mal pronto. Ella era demasiado buena para este mundo, tenía los dientes prolijos en una fina hilera blanquecina qué él amaba ver en forma de sonrisa. Sus ojitos azules... Cuánto le gustaban los ojos azules de aquella mujer.
Tupac no podía tolerar la idea de que alguien le hiciera la más mínima cosa a su amor, aquél sentimiento le nacía desde el pecho y le brotaba por los poros. A las personas, uno debe decirles lo que siente antes de que sea tarde, antes de que alguien con menos amor pero más valor se atreva a hacerlo primero. Y una hora después, llegó hasta el hogar de la muchacha. Era una mansión bastante grande, tenía el césped prolijo, rejas negras y unas palmeras en la entrada. Ventanales donde la piel de Jeane sería iluminada por tiernos rayos del sol al despertar, las paredes rosáceas, y a la mujer dueña de su corazón allí dentro.
Cuando ella abrió la puerta, él se adentró a la casa. Le dió un abrazo desde la cintura, y ella le abrazó el cuello. Un tierno beso le depositó en su boca al cerrar la puerta, su olor lo embriagaba.—Te tengo buenas noticias.—Murmuró contra su boca, y antes de que él pudiese besarla, ella le huyó para buscar los sobres. Sus tacones resonaban contra el marmolado suelo de la casa, y se perdían en la alfombra de la sala, una blanca con sillones del mismo color.—Mira, me han dicho que te han aceptado como mi protector.—Sonrió mostrándole los dientes, y él devolvió el gesto. Le otorgaba cierto nivel de calma poder estar siempre con ella, pero algo debía hacer con su aspecto. No tenía pinta de soldado, ni de gran protector. Pero mataba y moría por esa mujer, nadie le haría daño mientras él estuviese allí.
El timbre de la casa sonó y ella abrió la puerta, su voz sonaba confusa. Él se acercó discretamente y se encontró como media docena de señoritas vestidas de la misma forma. Una empresa reconocida por su nivel de limpieza y servidumbre, eran obsequio de Bobby.—Mi señora, venimos a trabajar. El señor de la casa nos ha envíado.—Agregaron;—tenemos un juramento de discresión, nada de lo que veamos u oigamos aquí, saldrá de nuestras bocas. Mi señora.