8. No llames a los bomberos

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Ya había pasado una semana desde que me había mudado, es decir, estábamos otra vez a sábado. Durante toda la semana estuve mejorando mis habilidades culinarias, tanto la señora Rosario como mi madre por teléfono me estuvieron dando consejos y truquillos.

Desde la conversación que tuve con Theo había decidido llamar más a menudo a mi madre y, aunque nuestras conversaciones se limitaban a hablar del feto de su tripa o de ella quejándose por cualquier cosa, no podía evitar sentirme mal por haber decidido huir de casa y dejarla en un momento tan importante para ella.

Volviendo al tema de la comida, en varios días ya había conseguido aprender a cocinar una pequeña variedad de alimentos.

Me compré incluso un libro con recetas para sentirme una chef, aunque de momento solo lo había usado como soporte para el móvil mientras hacía videollamadas con Gabi y Alioli.

En ese momento me encontraba cocinando un poco de arroz, mi madre me avisó que lo moviera seguido porque era muy fácil que se pegara a la olla. Eso estuve haciendo sin pausa, hasta que la música que estaba escuchando se paró, me acerqué al móvil a ver qué había ocurrido.

Era una llamada de Alioli, descolgué feliz al haber visto su nombre en la pantalla.

—Hola —me saludó. —¿Te llegaron los tacones?

—Buenos días, estoy bien, gracias por preguntar —respondí con tono de burla.

—Sí, sí, sí, ya veo que no te has muerto, ¿pero te llegaron los tacones o no?

Riendo asentí con la cabeza, ella iba directa a lo que le interesaba.

—Enséñame todo el conjunto, ¡enséñame! —me pidió ansiosa.

Me dirigí a mi habitación y dejé el móvil en la cama, mientras cogía los tacones y el vestido la oí quejarse de que estaba viendo mi techo o algo así. Agarré de nuevo el teléfono, lo coloqué de pie apoyado en la pared y le mostré lo que ella me había pedido.

—¡Es precioso Evie! Póntelo, póntelo.

Un poco a regañadientes me quité mi comodísima ropa de estar por casa y mis pantuflas de gatito, para ponerme aquella tortura de vestimenta. Camine un poco por la sala para que viera el vestido por todos lados y el vuelo de la falda, me tropecé un par de veces, aquellos tacones no estaban hechos para mí.

—Si llego a saber que los tacones son de aguja te hubiera dicho que no, ¿cómo andas con esto sin partirte los tobillos?

—Es que tú siempre usas tacones que parecen pezuñas de caballo —contestó provocando que soltara una carcajada.

Enseguida me puse de nuevo mi ropa de casa y cogí el móvil mientras ella me decía algo de que yo andaba como un pingüino.

—¡Ah, por cierto! ¡¿A qué no sabes de qué me he enterado?! —me preguntó Alioli.

Estuvo un rato hablándome de aquel suceso a detalle, dándome contexto, explicándome quienes eran los implicados e incluso cómo era el lugar donde sucedió. El chisme era muy jugoso e interesante, tanto que se me olvidó que hacía un rato estaba cocinando arroz.

Cierto, el arroz.

Giré la cabeza como un resorte hacia la cocina, un humo negro salía de ella y se esparcía por toda la estancia. ¿Cómo no me había dado cuenta del tufo a quemado que se había establecido en la casa?

—¡El arroz! —exclamé levantándome de un salto.

Corrí a la cocina agitando los brazos en un intento por disipar el humo, el olor era mucho más intenso allí, sin respirar pasé y encendí la campana extractora, porque encima esa cocina no tenía ni ventanas. Apagué la vitrocerámica y con un paño mojado aparté la olla del calor. El arroz estaba negro, carbonizado, se había convertido en asfalto, sin exagerar.

Gracias estúpido universoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora