🪻 1 🪻

31 5 0
                                    

♬ Munn - Can you hear me?

Otro día más.

Sus ojos se quedaron fijos en el techo mientras suspiraba profundo, la punta de la lengua relamiendo delicadamente sus gruesos labios, sintiendo aún en ellos lo resecos que se encontraban y el sabor salado de las lágrimas que se habían agotado al salir el alba.

Tenía que levantarse.

Lo sabía.

Tenía que trabajar.

Lo sabía.

Tenía que vivir.

También lo sabía.

¿Por qué motivo, entonces, la sensación de miseria seguía inundando su alma al despertar?

Su cuerpo se estiró perezosamente y sus pies tocaron el suelo alfombrado de la habitación. Por la ventana se veía como la luz del sol empezaba a ingresar, y una vez más, como casi siempre sucedía; sus ojos tuvieron que girar mirando hacia otro lugar.

No lo soportaba.

Tomó una ducha, cepillo sus dientes, afeito su barba de dos días, y preparo café... suavecito, porque así le gustaba.

Vistió con una camisa de manga larga, una jardinera de tela fina, y por último un acolchado abrigo color negro.

Ajusto sus zapatos y salió por aquella puerta que separaba el palacete* en donde vivía, del negocio en el cual pasaba; mañana, tarde y parte del inicio de la noche.

— ¡Buenos días! —saludo a las pequeñas plantas que estaban esparcidas de forma estratégica por todo el sitio.

Apagó las alarmas contra robo, encendió las cámaras de seguridad, y giro el letrero indicando que ya se encontraba abierto. Listo para recibir a clientes dichosos que quisieran dar su dinero por alguna joya o tal vez un bonito adorno floral.

Sí. Esta era su vida... Un tanto aburrida si no fuera por algunos percances que se solucionaban al amanecer.

Entonces su mente se elevó y viajo por mucho a donde tenía rotundamente prohibido ir.

Gritos desgarrados de dolor se escuchaban mientras un hombre tapaba su cara sintiendo como si su propia existencia estuviese drenando de sus ojos.

Y dolía, dolía tanto.

Y gritaba, gritaba incesantemente, confiando en que tal vez alguien se podría compadecer de su sentir, y estuviera dispuesto a ir en su salvación.

Porque Ling Aidam necesitaba ser salvado.

Porque hacía mucho tiempo que se había muerto en vida.

¡Ayuda!

Más gritos. Más dolor.

¡Ayuda!

Más desesperación. Más sufrimiento.

Ayuda, ayuda...

—Señor Ling, necesito su ayuda, ¿Me está escuchando? —la joven con rellenas mejillas pasó las manos por delante del rostro impropio, chasqueando sus dedos, intentando captar la atención.

— ¿Qué?

—Necesito su ayuda, señor Ling.

—Sí, claro.

—Verá, necesito un ramo de margaritas por el cumpleaños de mi madre, pero no tengo como pagar el envoltorio y me preguntaba si usted y su piadoso, piadosísimo, corazón. Podría aceptar dos galletas de pasas por la envoltura, por favor —pidió puerilmente con las manos al frente extendiendo una bolsita color rosa.

Aidam rio entre dientes.

—Por el creador, Vanesa. No es necesario, podrías traer esa paga después.

La joven negó.

—Insisto, me queda mucho más fácil las galletas —dijo asintiendo con convicción.

—Muy bien, si es lo que quieres, no veo porque negarme.

Y así paso Aidam la mitad de esa mañana. Luego vinieron algunos hombres por flores, otros a empeñar cosas, otros a adquirirlas, también supo que pronto tendrían un matrimonio y siendo sinceros el anillo era precioso; una pieza creada delicadamente por el mismo Ling Aidam.

Entonces la noche llegó.

La bruma espesa lo atrapó antes de poder cerrar la joyería, y sus ojos de tonalidades azules, tal como el celeste cielo, empezaron a lagrimear.

Corrió.

Corrió.

Y corrió.

Hasta que pudo llegar a las puertas traseras del negocio para que le dieran la bienvenida a su casa.

Una vez adentro, sus rodillas tocaron el gélido suelo, la luna haciendo una encandilarte presencia en lo alto del cielo, logrando que el reflejo de su luz se colara por la gran ventana de la sala, y que Aidam tuviera angustia por su falta de aire.

No podía respirar.

Y sus ojos ardieron.

Y su cuerpo terminó por caer al suelo, removiéndose incontables veces.

Sus huesudas manos estaban de nuevo en su rostro, mientras lágrimas amargas salían sin pedir permiso alguno.

Su corazón parecía querer estallar por lo apretado que lo sentía, y podría jurar que su propia alma estaba saliendo por sus ojos, justo como aquellas gemas que empezaban a caer con un brillo que se iba extinguiendo lentamente.

Pasaron horas.

El cuerpo de Aidam aún se encontraba en el suelo y estaba helado. No le gustaba el frío.

Lo odiaba.

Un sollozo roto salió de sus labios, entonces gritó, de nuevo gritó:

— ¡A-ayuda! ¡¡Ayuda!!

Pero nadie fue a él.

🪻

*Palacete; hace referencia a una casa lujosa de recreo, esto es debido a que posee similitudes con un palacio o mansión, pero sus dimensiones vendrían siendo menores. 

— Dayanpabo.

El Hombre Que Lloraba Gemas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora