epílogo.

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Ángeles.

Me senté en el borde de la terraza con mis pies elevados en el aire, y recostando mi espalda en el piso se me hizo imposible no soltar las lágrimas que tanto me venía conteniendo al ver las estrellas iluminando la noche.

Mateo.

Traté de contenerme los sollozos, pero dejar volar mi mente solo me llevaba a pensar en esa carta y el cuerpo entero me temblaba. Entonces me senté abrazando mis rodillas, y ocultando mi rostro entre mis brazos sollocé tratando de hacer el mínimo ruido posible.

El corazón me dolía, la culpa no me permitía dormir en paz una sola noche. Imaginarme una vida sin él, sin sus besos, sin escuchar sus carcajadas, sin acompañarlo en sus proyectos, me quebraba como una débil hoja de árbol en otoño.

Un frío viento chocó mi espalda y al instante sentí un calor rodeando mi cuerpo. Entonces más lloré.

Me abrazaba con tanta calidez y tanta contención, que podía jurar que aquella persona lloraba conmigo. Podía sentir su dolor.

"Perdón, perdón, perdón" solo susurraba en mi oído, y por mucho que intente recomponerme, se me hacía cada vez más difícil.

Las manos me temblaban, y mi cuerpo entero le seguía el ritmo. Mi corazón palpitaba a mil por minuto, y a mis lágrimas ya las estaba secando el frío viento que pegaba en mi rostro ahora destapado.

—Mi amor, perdoname. —murmuró. Y al girar apenas mi vista en búsqueda de su voz, vi los ojos de mi novio acumulando lágrimas.

Yo apreté mi boca para no dejar escapar ningún sollozo, y con lágrimas en los ojos acaricié su mejilla.

—No me pidas más perdón, fue un susto y por suerte nada más que eso. —suspiré, tratando de no recordar ese día.

Donde su cuerpo entero temblaba a más no poder, mientras abrazaba a sus piernas y sollozaba en el baño de casa, con más de 30 pastillas en un frasquito.

Cuando ya dábamos todo por perdido, cuando ya no sabíamos donde más buscarlo, sin poder creer en sus palabras en aquella carta. Él había vuelto a casa conmigo.

Sentí el sonido de su cremallera y salí de mi ensoñación, viéndolo a él sacarse su campera para colocarla sobre mis hombros, liberándome un poco del viento frío que se presentaba en el barrio de La Boca.

—No llores más, bonita. Ya estoy bien. —me tranquilizó, tomando mi rostro entre sus manos para conectar miradas conmigo.

Secó las lágrimas que se acumulaban debajo de mis ojos, y suspiré al sentir sus labios besando mi frente.

—Bajemos, ¿sí? Está fresco, te podes enfermar. En la habitación hablamos bien. —pidió, ayudándome a levantarme del piso.

Entrelazó su mano con la mía, y caminó delante mío esperando a que baje cada escalón para que no me tropiece. Bajando a pasitos de tortuga conmigo.

—Te hago un tecito, ¿querés? Así te relajas un poco. —ofreció en cuanto entramos de vuelta a su hogar. Yo asentí sin muchos ánimos.

Yo observaba cada uno de sus movimientos apoyada en la isla de la cocina, y no podía creer que su cuerpo se encontraba junto al mío. Pequeñez de la vida, pero la situación de mierda vivida me hizo a disfrutar hasta lo más mínimo de él.

Sus rulos estaban despeinados, y ni siquiera noté que en cuanto se sacó la campera para prestármela a mí, no llevaba remera. Sus lunares repartidos en distintas zonas de su espalda de manera diminuta, me llevó a abrazarlo por detrás para besar cada uno de ellos con ternura, mientras me sentía de vuelta en casa.

fame; trueno.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora