Alycia

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Cerró de un portazo por varios motivos; el primero, porque ya no aguantaba más estar ahí dentro dando vueltas como una loca. El segundo, porque la puta valija se había empecinado en aferrarse con una de sus ruedas al marco de la puerta y casi la termina rompiendo y, el tercero, porque necesitaba nuevos aires y llegar a destino, aunque fuese por tan sólo unos pocos días.

¡Que se iba con su mejor amiga a uno de los congresos más importantes de España y estaba que no se lo creía! «¡Joder!», pensó y no pudo evitar sonreír. Pensaba hacer uso y abuso de todas esas palabras típicas de allá que le encantaban y que seguro se le pegaban, porque ella era muy absorbente de nuevas culturas y porque también era un poco idiota, y a veces se comportaba como una nena de quince años en un cuerpo de treinta y dos. Su amiga, en cambio, era la más madura de ambas. Su personalidad contrastaba un poco con la suya pero hacían el balance perfecto en la relación y por eso las veces que discutían todo se olvidaba al ratito; si no era por algún chiste estúpido de su parte, era por algún comentario maduro de su amiga.

Activó la apertura del portón con la llave eléctrica mientras se iba acercando, y a medida que aquella estructura de madera se abría y le mostraba el exterior, a sus pulmones el aire le llegaba mejor y la sensación de libertad la invadía. La posibilidad de ser ella, en un cien por ciento, en un país totalmente ajeno a su vida y a sus dramas, a sus debates internos y a sus dudas. Allá, en España, iba a estar lejos de todos y no le pesaba, al contrario, la aliviaba. Lo venía necesitando desde hace un tiempo, sobre todo el último, y por eso tenía esa sensación de bienestar que pesaba mucho más que la culpa por sentirse así. Cuando cruzó aquel portón y presionó el botón de la llave para cerrarlo, también le daba un cierre momentáneo a su vida en esa ciudad que tanto amaba. Una pausa, un paréntesis para volver con energías y esperanzas renovadas, o al menos eso esperaba.

Miró su reloj de pulsera un par de veces hasta que el taxi finalmente llegó. Cargó las valijas impaciente y se sentó en el asiento trasero, rogando que el tránsito estuviera a su favor para que llegar al aeropuerto no fuese una odisea. Por suerte, el viaje duró apenas veinte minutos y en ese momento ya estaba arrastrando el equipaje y acercándose a María, su amiga, que ya se encontraba en la puerta esperándola, así que metió segunda y aceleró sus pasos porque de verdad, de verdad, que estaba súper impaciente de su contacto. Ser su amiga se sentía de puta madre y quería abrazarla, porque el viaje ya había empezado y desde que se subió a ese taxi el corazón le latía diferente. Su amiga lo sabía y a lo mejor fue por eso que la abrazó el doble de fuerte apenas la tuvo delante.

—¡Que nos vamos a España, joder!— le dijo medio gritando en el oído, lo que hizo que su amiga se encogiese de hombros y le diera un golpecito en la espalda.

—Dios santo... Vas a estar insufrible con esas palabras, ya lo veo venir— se quejó mientras revoleaba los ojos y suspiraba dramáticamente—. Vamos, dale, así despachamos las valijas y estamos tranquilas. Después de hacer el check-in estaban sentadas en la mesa de un bar, tomando un café y charlando un poco de todo; el viaje, las expectativas, a donde irían y cómo pensaban aprovechar los días de más que se habían tomado para después del congreso. Valencia prometía, y mucho, así que no era demasiado complicado hacer planes de todo tipo. Además, ambas eran extremadamente prácticas y resolutivas y no les costaba nada ponerse de acuerdo, cosa que amaba y que resultaba siempre beneficioso a la hora de planificar, sobre todo las salidas nocturnas. Uff... las salidas nocturnas era una de las cosas que más pensaba aprovechar, si señor. Hacía tanto que no salía de noche a divertirse que lo anhelaba en exceso, y si a eso le sumabas la compañía y el saber que con ella no tenía que ocultar quien era o qué sentía, todo se volvía un combo perfecto.

Levantó su vista de la taza del segundo café del día y observó a María, sentada frente a ella. Se quedó un poco colgada a sus facciones, entre recuerdos de la adolescencia y los cientos de momentos compartidos. Desde la imagen de fallar en un exámen importante en la universidad hasta el día que se graduaron de médicas. Desde el llanto desconsolado aquel día en que la dejó su novio, al llanto de alivio cuando le contó que también le gustaban las mujeres. Miles y miles de abrazos con distintos matices y motivos. Desde los más alegres, como aquel día que levantaban al cielo el diploma de cardiólogas, hasta los más tristes, como el momento en que su primer enamoramiento con una mujer terminó siendo un desastre, al permitir que sus miedos se antepusieran a sus sentimientos, dándole fin a una relación que había sido secreta desde el día uno hasta el último. Sacudió la cabeza ante esos recuerdos que no le gustaban y volvió a concentrarse en María; adoraba sus facciones delicadas y duras a la vez, aquella nariz pequeña y mandíbula cuadrada, esos ojos grises y ese pelo negro lacio y largo hasta casi su cintura. Su amiga era una diosa, así, literal, y dejaba con la boca abierta a cualquiera que la mirase, porque de verdad que sus ojos te atrapaban y te daban ganas de acercarte y mirarlos fijos para intentar descifrar el color exacto que tenían.

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